Gambito de metáforas
El jugador deja de serlo cuando es pieza para un juego más grande
Algunos tienen el privilegio de poder retroceder para rehacer un camino que resultó dañino, pero en general no somos reyes, ni reinas, ni alfiles, sino simples peones. No tenemos vuelta atrás.
Peón: la única figura del ajedrez que no puede desandar. Si acierta, le coronarán, le aplaudirán, le promoverán, a mayor gloria de quien le maneja. Si falla, está perdido. Una metáfora fabulosa que alumbra Paco Cerdà en El peón, de la editorial Pepitas de Calabaza, que ...
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Algunos tienen el privilegio de poder retroceder para rehacer un camino que resultó dañino, pero en general no somos reyes, ni reinas, ni alfiles, sino simples peones. No tenemos vuelta atrás.
Peón: la única figura del ajedrez que no puede desandar. Si acierta, le coronarán, le aplaudirán, le promoverán, a mayor gloria de quien le maneja. Si falla, está perdido. Una metáfora fabulosa que alumbra Paco Cerdà en El peón, de la editorial Pepitas de Calabaza, que acaba de ganar el premio Cálamo al mejor libro de 2020, un galardón que no conoce la mediocridad.
El peón no es solo una mirada inteligente, singular, sobre los ajedrecistas Arturo Pomar, el niño prodigio que el franquismo manoseó y utilizó para blanquear sus miserias, y Bobby Fischer, el extraordinario norteamericano salido de la marginalidad y aireado por Estados Unidos en su enfrentamiento con la URSS, sino también sobre una ristra de personajes que en el mismo año en que ellos se enfrentaron en Estocolmo, en 1962, lucharon por causas perdidas que les podían llevar a la ruina: desde unas mujeres de clase media americana que se movilizaron contra las pruebas atómicas hasta negros que desafiaron la segregación en EE UU, maquis que intentaban escapar o falangistas que se rebelaron, como Dionisio Ridruejo. Arriesgar para avanzar, no siempre para ganar.
Con una precisión de entomólogo, sin adornos, Cerdà va colocando el foco en todos estos escenarios sin separarlo apenas del enfrentamiento entre Fischer y Pomar. Todos ellos son peones en las manos de otros, todos ellos avanzan sin poder retroceder, utilizados por sus promotores con más fruición que la que ellos emplearon en sus piezas.
Existe la vida, existe el ajedrez, y existe la posibilidad de convertirlo en literatura. En buena literatura. Es entonces cuando no necesitamos saber de ajedrez, ni ser aficionados, porque el producto que hemos colocado entre las manos adquiere su propio peso, intrínseco, como aquellas crónicas de Joaquín Vidal que no necesitaban que supiéramos de toros para que las gozáramos. El ajedrez aquí, como en Gambito de dama, es lo de menos.
Pomar es la excusa para una bandeja cargada de metáforas en la que el jugador deja de serlo cuando es pieza para un juego más grande. Y el tablero ya no lo es, porque es el territorio donde se libra una guerra más feroz.
“No es cuestión de ganar o perder, es cuestión de sobrevivir”, dijo Spassky de lo que significaba jugar con Boby Fischer.
Y es la cuestión en la vida: ¿acaso no somos todos parte de un juego que se nos escapa? ¿acaso no estamos condenados a avanzar? Quién –político, amante, padre, profesional, enfermo- pudiera reservarse una posición en que pudiera repensar, retroceder, recuperar para evitar el fallo. Pero nos ha tocado avanzar. E intentar sobrevivir. Ahí tienen la literatura.