Columna

Hay que ver lo que hay que legislar

Ojo al progresivo enfrentamiento electoral entre el mundo rural y el urbano

La Asamblea Nacional francesa.

Dándole la vuelta a la expresión, la Asamblea Nacional francesa no ha liado un pollo, pero un pollo sí que ha liado a la Asamblea Nacional francesa. Tras una larga tramitación, la Cámara ha aprobado una legislación para proteger “el patrimonio sensorial en el campo”, que expresado en lenguaje común significa que los animales del mundo rural tienen derecho a emitir los sonidos que proceda según su especie sin que venga nadie a quejarse a sus dueños —cuando los haya— o a las autoridades —siempre hay una, cuando no varias— porque aquello les molesta. La anécdota es que todo empieza por un gallo c...

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Dándole la vuelta a la expresión, la Asamblea Nacional francesa no ha liado un pollo, pero un pollo sí que ha liado a la Asamblea Nacional francesa. Tras una larga tramitación, la Cámara ha aprobado una legislación para proteger “el patrimonio sensorial en el campo”, que expresado en lenguaje común significa que los animales del mundo rural tienen derecho a emitir los sonidos que proceda según su especie sin que venga nadie a quejarse a sus dueños —cuando los haya— o a las autoridades —siempre hay una, cuando no varias— porque aquello les molesta. La anécdota es que todo empieza por un gallo cantarín y una denuncia a la que se unieron algunos litigios del mismo cariz como unas ranas que croaban demasiado fuerte en opinión de sus vecinos. En ambos casos eran gente de ciudad mudada al campo. Finalmente, en la Asamblea el gallo —por otra parte símbolo nacional francés— ha ganado la batalla, aunque un poco como el Cid: después de muerto. Nos dejó en junio.

El hecho de que un Parlamento se meta a legislar para decir lo obvio —el gallo canta, la vaca muge y el cerdo gruñe— o que un secretario de Estado deba explicar que vivir en el campo también conlleva algunas molestias refleja un hecho que tiene su miga política, social y —lo que a los políticos interesa de verdad— electoral.

La división campo-ciudad está jugando su papel en la polarización cada vez más creciente de las democracias. Basta echar un vistazo a los mapas de resultados electorales en países como Estados Unidos, Brasil o Polonia, por citar tres ejemplos, para constatar un progresivo pero indudable alineamiento en bandos diferentes. Y en ocasiones extremos. Podrá argumentarse que, en líneas generales, siempre ha sido así. Tradicionalmente se considera al campo más conservador y a la ciudad más progresista. Probablemente, en el fondo, un republicano de Nueva York sea más liberal que un demócrata de Montana, pero la paradoja es que este distanciamiento se está acentuando cuando desde la ciudad ha comenzado a emitirse el mensaje constante de que el campo es importante no solo como fuente de producción sino como modo de vida.

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El otro factor, que afecta a Europa occidental, y que se está acelerando en tiempos de pandemia, es una especie de neobucolismo o ideal romántico de la vida fuera de las ciudades. El romanticismo fue bastante prolífico musical y literariamente, pero cuando aterrizó en política fue el germen de grandes tragedias. Si la gentrificación rural es percibida no como un resurgimiento sino como una agresión urbanita, la distancia política entre ambas geografías no hará sino expandirse. Un caldo de cultivo ideal para los movimientos ultranacionalistas del signo que sea, dispuestos a montar el pollo por cualquier cosa con tal de ganar votos. Parece que son tiempos de recordar que ni se pueden poner puertas al campo ni hacer callar a las ranas.

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