Tribuna

Democracia y demagogia. De la mano de la mentira

En nombre de la mayoría se liquida la democracia. Intentos como el del asalto al Capitolio son resultado de movilizaciones ideológicas que se sostienen en relatos a los que la realidad les importa un bledo

RAQUEL MARÍN

Hace ahora cuatro años se produjeron dos acontecimientos que han venido a cambiar el curso de la historia, al menos de la reciente. Por una parte, el referéndum sobre el Brexit y, de otra, la elección de Trump como presidente de Estados Unidos pocos meses después. Ambos eventos acaecieron contra todos los pronósticos, predicciones y prognosis, lo que muestra de entrada dos enseñanzas, que valen también para el asalto al Capitolio. La primera, que no es fácil aventurar el futuro y los especialistas nos equivocamos a veces de modo garrafal; un poco de humildad nunca sobra. La segunda es que los ...

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Hace ahora cuatro años se produjeron dos acontecimientos que han venido a cambiar el curso de la historia, al menos de la reciente. Por una parte, el referéndum sobre el Brexit y, de otra, la elección de Trump como presidente de Estados Unidos pocos meses después. Ambos eventos acaecieron contra todos los pronósticos, predicciones y prognosis, lo que muestra de entrada dos enseñanzas, que valen también para el asalto al Capitolio. La primera, que no es fácil aventurar el futuro y los especialistas nos equivocamos a veces de modo garrafal; un poco de humildad nunca sobra. La segunda es que los acontecimientos más importantes ocurren justamente porque no se prevén, pues si se hubieran previsto, es probable que no hubieran ocurrido; el Brexit, la elección de Trump o el asalto al Capitolio son ejemplos de ello. No hablo tanto de cisnes negros como de predicciones autonegadas, reflexivas, en las que, lo que esperamos, acaba alimentando lo inesperado.

En todo caso, los acontecimientos de Washington el día de Reyes Magos —una amarga ironía— sugieren no pocos comentarios. Me atrevo a añadir algunos más a los dos ya formulados.

Y el más importante, sin duda, es que la democracia nunca está consolidada y jamás debe darse por supuesto. Las generaciones de españoles mayores lo sabemos, no así los más jóvenes, que se han criado en ella, y la dan por descontada. Mala cosa, pues es más frágil de lo que pensamos, y ello porque su mayor enemigo es la demagogia, que se aprovecha de la regla de la mayoría, pero para laminarla. El mundo está hoy lleno de democracias iliberales, falsas, con elecciones y mayorías más o menos amañadas. Esa es la razón de que el verdadero test de la democracia no son las elecciones, sino el respeto a la minoría. Y por eso también los referendos —como el Brexit— no sólo no solucionan nada, sino que con frecuencia profundizan en la división. Un 51% no respeta a la minoría.

Si el talón de Aquiles de las democracias es la vulnerabilidad interna, los golpes de Estado (digamos) “modernos” no lo asaltan desde fuera —como la Bastilla o el Palacio de Invierno—, sino desde dentro, aprovechando los recursos del mismo Estado y una mayoría más o menos coyuntural. Una estrategia —la del entrismo—, que no fue inventada por Trotski como suele creerse, pues comenzó con Mussolini, le imitó Hitler con éxito notable, y hoy continua con Chávez, Erdogan, Bolsonaro, Kaczynski, AMLO, Duterte, y el propio Trump. Y aquí y ahora con el separatismo catalán, que abusa del Estado para subvertirlo; y con Podemos, que lo intenta desde el mismo Gobierno de la nación. La táctica es conocida: se genera desorden, se ofrecen como salvadores para acabar con el desorden, y para ello se obtienen leyes habilitantes que subvierten el rule of law y cancelan el juego de las instituciones, especialmente las protectoras de las minorías, ya sean la Constitución, los jueces, la corona, el ejército o la policía. Todo en nombre de la mayoría, de modo que la lógica —la hybris— democrática liquida la democracia. La actual pandemia —como ha mostrado Freedom House en un reciente informe— está amparando no pocas de esas leyes habilitantes, dando lugar a un notable crecimiento de democracias iliberales en el mundo. Y desde luego, un estado de alarma de seis meses para gobernar mediante decretos leyes —78 en dos años, nada menos— no tranquiliza mucho. No todo lo legal es legítimo.

El gran instrumento de la demagogia es la mentira; Goebbels lo sabía bien. Primero se marca al “otro”, luego se estigmatiza, finalmente se le pone una diana —o una estrella amarilla—, y finalmente se “depura”. Puede tratarse de caramelos envenenados, conspiraciones de sabios judíos, multinacionales farmacéuticas, trilaterales, neoliberalismo, Espanya ens roba, vacunas perversas, redes pedófilas o cualquier otro disparate. La gente no se interesa mucho por las complejidades de la política; está en sus propias preocupaciones, busca explicaciones sencillas, y la más simple es suponer que, en alguna parte, un grupo de manipuladores hiperinteligentes mueve los hilos de la historia, aunque sepamos que esta es más resultado de la ignorancia y la torpeza que de la inteligencia.

Y finalmente, el gran aliado de la mentira son hoy las redes sociales, que se han revelado como un magnífico instrumento para diseminar la posverdad. De una parte rompen el espacio público en burbujas opináticas autogratificadas que se retroalimentan, y la racionalidad y la prueba empírica desparecen; si todos los creen, ¿cómo no voy a creerlo yo? Es más, la fragmentación del ágora publica impide hablar de “una” opinión pública; ni siquiera compartimos los mismos hechos. Los hombres actuamos, no en función de como son las cosas, sino en función de cómo nos las representamos, y los golpismos —más aún los posmodernos— viven de controlar el “relato” y la narración, les importa un bledo la realidad. Como cuenta Ian Kershaw en su magnífica biografía de Hitler, a éste sólo le importaban sus discursos y la propaganda, tarea en la que era un magnífico profesional. El Aló presidente, las “mañaneras” de López Obrador o el gobierno por tuits de Trump, siguen la misma táctica: ocupar el espacio público con mensajes cortos, sencillos, emocionales (no contrastables), repetitivos y divisivos. Hemos constatado una y otra vez que nada hay más poderoso y peligroso que las ideologías (ya sean religiosas, nacionales, de clase, étnicas, etcétera), y de eso se trata. ETA fue pura ideología, el separatismo catalán lo es, lo es también el yihadismo, todos ellos carentes de justificación. Y por supuesto lo son el fascismo y el comunismo, aunque este cuente en España con una notable (e inmerecida) tolerancia. Pero el medio es el mensaje, y las nuevas ideologías posmodernas se ajustan a un tuit como un guante.

Por otra parte ¿hay mejor instrumento para convocar y gestionar happenings que las redes sociales? Con un golpe de tuit las multitudes se ponen en marcha al instante y su misma movilización puede ser gestionada on line. Lo hemos visto una y otra vez en muchos lugares, a veces para bien, otras para mal. De modo que, sin redes sociales y su reiterado abuso por Trump, los acontecimientos del Capitolio ni se hubieran podido gestar ni se hubieran producido. Twitter ha sido mucho más potente que el Boletín Oficial.

La última lección de los Reyes Magos es ya conocida: la realidad supera siempre a la ficción. Lo aprendimos el 11-S y el 14-M, lo hemos visto con la pandemia, y lo hemos corroborado en Washington. Jamás pudimos imaginar hordas salidas de Mad Max ocupando el centro sagrado de la democracia mundial. No lo creíamos posible, y por eso ocurrió, pero ha sido el resultado inevitable de potentes movilizaciones ideológicas en la mentira. La salud de la democracia exige una vigilancia estricta y pocas bromas con quienes nos aseguran que desean liquidarla. Y hay que creerles en lo que dicen y no pensar, complacientemente, que son exageraciones o exabruptos, como pensábamos que hacía Trump y como hicieron las autoridades americanas. Si te dicen que quieren asaltar los cielos, cercar el Parlamento o acabar con la Monarquía o el régimen del 78, créelos. Créelos incluso si te dicen que desean azotar a una persona hasta que sangre. Es eso lo que quieren hacer. No mires para otro lado.

Emilio Lamo de Espinosa es catedrático emérito de Sociología y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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