Cañada Real
Allí, en un kilómetro y medio se hacinan varios miles de personas, dos mil de ellas niños, de los que no pueden quedarse atrás
El nombre no contiene mucha poesía, pero, afilando el lápiz, se le puede sacar alguna. Bueno, a lo más, una reivindicación ganadera inmemorial.
Lo que pasa es que allí, en un kilómetro y medio se hacinan varios miles de personas, dos mil de ellas niños, de los que no pueden quedarse atrás.
Esas personas no son de trato fácil. La vida, la biografía de cada uno, no es para bromas. Tienen hasta su mafia, que vive en alguno de los estupendos chalés c...
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El nombre no contiene mucha poesía, pero, afilando el lápiz, se le puede sacar alguna. Bueno, a lo más, una reivindicación ganadera inmemorial.
Lo que pasa es que allí, en un kilómetro y medio se hacinan varios miles de personas, dos mil de ellas niños, de los que no pueden quedarse atrás.
Esas personas no son de trato fácil. La vida, la biografía de cada uno, no es para bromas. Tienen hasta su mafia, que vive en alguno de los estupendos chalés construidos al amparo de las chabolas esta vez. Porque no tienen, ni aceptan, un Estado.
Ahora se han quedado sin luz. No pagan la que consumen, y lo hacen con una cierta chulería. Los niños tiritan de frío. Los adultos también, claro. Y creen, o lo parece, que entre la maraña de cables que denuncia las prácticas ilegales con la luz, tienen derecho a recibir una estufa de gas gratis de Naturgy. Para que, al menos, puedan dormir.
La presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, parece odiarles, con alguna razón. Que en realidad es ninguna si se considera que ella es una representante del Estado.
Pero no hay que dejarles atrás aunque a veces parezca que eso es lo que desean.
Hay un libro biográfico sobre Vasili Grossman (Crítica, 2020), escrito por Alexandra Popoff, que es de las cosas buenas que han pasado este año en el terreno de la cultura. Grossman no solo es el autor de una gran novela del siglo XX, Vida y destino. Además, fue el primer hombre que se atrevió a algo que ahora nos parece obvio: a comparar la crueldad, la inhumanidad, de Stalin y Hitler, dos bestias sedientas de sangre que marcaron el pasado siglo.
Grossman, que sobrevivió a unas peripecias que le convierten en un auténtico héroe, vio a su alrededor cómo el mal crecía, dejando a millones de personas sometidas al frío, a la tortura y al silencio. Es terrible su descripción de los que se quedan atrás en aquellos regímenes brutales cuyos fines eran tan redentores, como el supremacismo de los nazis o la liberación de la Humanidad de los soviéticos.
Hay una solución, que no es corta ni barata, que consiste en más educación cívica. Otra más económica, que es dejar que los habitantes se conviertan en una infantería de choque para los chicos de Núñez de Balboa, que describe Alfonso Cuarón en Roma.
Nada es poético.