Tribuna

Una violenta parodia

Insurrección, autogolpe, motín o rabieta postrera de Trump, lo ocurrido puede ser el huevo de la serpiente

Manifestantes pro y antiTrump frente al Capitolio en Washington.CARLOS BARRIA (Reuters)

Qué fue lo que realmente sucedió en el Capitolio de Washington el pasado miércoles 6? ¿Una insurrección? ¿Un intento fallido de autogolpe de Estado? ¿Un motín de la extrema derecha impulsado por su líder Donald Trump? ¿O la postrera rabieta de un líder que no aceptaba su derrota electoral, para quien el escalón más bajo al que puede caer un ser humano es el de “perdedor”, y que quiso cobrarse con una pataleta peligrosa y mortal contra aquellos que certificarían su derrota?

Nadie duda de la seriedad de los hechos: la violencia, los disparos, la irrupción de la horda, los muertos. La rupt...

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Qué fue lo que realmente sucedió en el Capitolio de Washington el pasado miércoles 6? ¿Una insurrección? ¿Un intento fallido de autogolpe de Estado? ¿Un motín de la extrema derecha impulsado por su líder Donald Trump? ¿O la postrera rabieta de un líder que no aceptaba su derrota electoral, para quien el escalón más bajo al que puede caer un ser humano es el de “perdedor”, y que quiso cobrarse con una pataleta peligrosa y mortal contra aquellos que certificarían su derrota?

Nadie duda de la seriedad de los hechos: la violencia, los disparos, la irrupción de la horda, los muertos. La ruptura de todo orden legal por instigación de la misma persona que ha sido elegida para mantener ese orden legal.

Una insurrección implica el levantamiento de un pueblo o de una nación contra sus autoridades para deponerlas y tomar el poder político. No es eso precisamente lo que sucedió en Washington, aunque tenga un vaho a esa tipología de hechos. La turba enardecida que irrumpió en el Congreso respondía a las directrices de quienes detentan el poder político, y al parecer no pretendían dar fuego al Capitolio y perpetrar una “noche de cristales rotos” con los congresistas demócratas. Su acción parecía un golpe de mano o putsch fascista, pero se quedó a medio camino. Buscaban impedir la votación que certificaría la derrota de su líder y ni siquiera eso lograron. Hubo una interrupción de varias horas, tiempo que fue aprovechado por las hordas para tomarse selfis y contemplar —entre embobados y burlones— la arquitectura glamorosa del Capitolio, para disfrutar sus quince minutos de fama. Pero al final todo volvió al orden y la derrota de Trump resultó más aplastante de lo que hubiese sido sin la parodia violenta que montó: al día siguiente, el presidente tuvo que aceptar públicamente su derrota y ahora lo acosa el fantasma de la destitución inmediata, aunque sólo queden once días de su mandato. Derrotado, y además humillado. ¿Una insurrección?

Tampoco se trató del frustrado intento de un autogolpe de Estado. Los mismos congresistas y senadores republicanos que debieron haber participado en él fueron tomados por sorpresa. Atemorizados y enmudecidos, no se parecían en nada a los bravucones que habían subido al podio y que aprovechaban toda palestra para azuzar contra los resultados electorales. A primera vista, en caso de que haya habido un complot —entre el presidente, sus representantes y la turba—, su organización fue tan mala, tan desastrosa, que tampoco pasó de una violenta parodia. Incluso la hipótesis de que la policía encargada de cuidar el Capitolio haya estado involucrada en una conspiración, parece difícil de confirmar. Hubo ineficiencia y quizá connivencia de algunos mandos y agentes, pero no hay datos que hagan suponer su intención de sumarse a los amotinados para liquidar a los congresistas demócratas.

¿Qué fue entonces? ¿La rabieta postrera de Trump, su último desquite?

En un artículo aparecido en la publicación estadounidense Político, y cuyo título es La América de Trump se convierte en uno de esos países de mierda (Trump’s America Becomes One of Those ‘Shithole Countries’), el periodista John F. Harris —editor fundador de esa publicación— asegura que lo sucedido en el Capitolio era el “destino lógico” de esta administración, terminar llevando a la nación al caos institucional que ésta desprecia. En uno de esos “países de mierda” (llamados así por Trump), El Salvador, se han producido en las últimas décadas dos eventos semejantes a lo que sucedió en Washington. Luego del fin de la guerra civil y de la realización de las primeras elecciones democráticas en 1994, los desmovilizados del Ejército y de la guerrilla tomaron violentamente el edificio de la Asamblea Legislativa para demandar que se cumplieran los acuerdos relativos a los beneficios que se les entregarían. Permanecieron en poder de las instalaciones un par de días mientras negociaban con el Gobierno; obtuvieron promesas y se retiraron. Más recientemente, el 9 de febrero de 2020, el presidente Nayib Bukele (destacado admirador de Trump) invadió la Asamblea Legislativa escoltado por el Ejército, a fin de obligar a que el Poder Legislativo le aprobara un préstamo. Hubo consternación internacional por la militarización de El Salvador, pero Bukele se salió con la suya.

Aseguran los expertos que el presidente Trump no pudo convencer a las Fuerzas Armadas de Estados Unidos de que lo acompañaran en su aventura. La destitución del secretario de Defensa, Mark Spere, el 9 de noviembre, y las difíciles relaciones del presidente con la cúpula castrense abonan esta hipótesis. De confirmarse este aserto, la rabieta presidencial que acabó en una violenta parodia pudo haber sido algo mucho peor, de consecuencias catastróficas.

La semilla de la sedición ha sido sembrada, afirman dirigentes demócratas. Fueron sólo unas docenas los manifestantes que lograron irrumpir en el Capitolio, pero habrá que esperar las encuestas para saber cuántos millones de estadounidenses aprueban los hechos. Recordando al cineasta Ingmar Bergman, quizá en esta función hayamos visto apenas El huevo de la serpiente.

Horacio Castellanos Moya es un escritor salvadoreño radicado en Estados Unidos. Autor de 12 novelas. Acaba de ser publicada su obra La diabla en el espejo (Literatura Random House).


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