Inmigración silenciada
¿Por qué hay que recurrir a todo este secretismo en los desplazamientos de inmigrantes a la península?
Tenemos una cultura pública poco acostumbrada a asistir a debates de altura. Por eso, en cuanto aparece una situación dilemática, en vez de discutirla la disolvemos en el ruido del enfrentamiento partidista. Toda solución posible a un dilema político es apropiada enseguida por unos partidos u otros. Lo que debería ser el resultado de un convencimiento racional se suple por la fidelidad a las siglas. Nos pasó cuando la COVID nos obligó a pronunciarnos sobre la disyunción entre libertad y seguridad sanitaria, o entre esta y eficacia económica. Se fue cambiando de posición a medida que los distin...
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Tenemos una cultura pública poco acostumbrada a asistir a debates de altura. Por eso, en cuanto aparece una situación dilemática, en vez de discutirla la disolvemos en el ruido del enfrentamiento partidista. Toda solución posible a un dilema político es apropiada enseguida por unos partidos u otros. Lo que debería ser el resultado de un convencimiento racional se suple por la fidelidad a las siglas. Nos pasó cuando la COVID nos obligó a pronunciarnos sobre la disyunción entre libertad y seguridad sanitaria, o entre esta y eficacia económica. Se fue cambiando de posición a medida que los distintos partidos se iban moviendo en una u otra dirección. Por decirlo con otras palabras, la decisión adecuada acaba siendo la que adoptan los nuestros, no la que más nos convencería después de un debate racional, como si la verdad fuera tan plural como el sistema de partidos.
Ahora tenemos que hacer frente a otro dilema, el qué hacer ante la copiosa llegada de inmigrantes o refugiados a las costas de Canarias. Es bien sabido que esta es una de las cuestiones más espinosas y delicadas a las que deben enfrentarse las sociedades del primer mundo. Entre otras razones, porque no admite una solución “limpia”, libre de incongruencias, y nos enfrenta al horror de tener que vulnerar aquellos principios que predicamos como propios. Hay pocas situaciones en las que se manifieste de modo más crudo eso que Weber llamaba la “irracionalidad ética del mundo”. La característica de los dilemas morales consiste en que lo que a primera vista se presenta como moralmente necesario tiene consecuencias cuya suma obliga a descartar, también por criterios morales, lo que antes parecía lo adecuado. Pero hay que saber argumentarlo.
Es lógico, como una vez dijo Rubalcaba, que no podemos acoger a todos los que desean venir; pero eso no significa que no debamos atender con un mínimo de dignidad a los que ya están viniendo. Es más, ¿por qué hay que recurrir a todo este secretismo en los desplazamientos de inmigrantes o refugiados a la península? O, y esta sería la pregunta fundamental, ¿por qué no nos atrevemos a enfrentar con argumentos la implacable posición de la extrema derecha? Porque en toda Europa hemos establecido una conexión directa entre inmigración y voto al nacional-populismo. Es lo que nos conduce a escurrir el bulto, a tabuizar el problema, a procurar que no pueda convertirse en el arma de la derecha radical. Ocurre, sin embargo, que cuanto más lo silenciamos más se envalentonan, les dejamos expedito el camino para la demagogia. Y al final acaban siendo los únicos que tienen una posición clara sobre el asunto. El resto se refugia en los acuerdos europeos, en la indefinición, como si la naturaleza dilemática del asunto fuera una debilidad, cuando en realidad es la esencia misma de la política.
No hay problema político que tenga una solución fácil, y una ciudadanía madura debería estar dispuesta a aceptarlo. Pero para ello hay que tratarla como mayor de edad, inducirla a pensar por sí misma, no seguir ocultándola los problemas o alimentándola con disyuntivas en blanco y negro. Prefiero un político que exprese sus dudas al que siempre cree tener las respuestas; un ciudadano deliberativo y crítico al mero seguidor de consignas.