Columna

No hay nada peor que la irrelevancia

Europa no tiene más remedio que ponerse a correr para no quedar atrás

El Gran Canal de Venecia, con la silueta de la iglesia de San Giorgio Maggiore al fondo.DEREK JAMES SEAWARD

La decadencia no es que sea mala, es que es muy complicada. Cuando dentro de unos siglos, quien lo haga, repase la historia de Europa desde 1900, probablemente llegue a la conclusión de que el siglo XX fue el que marcó la decadencia de Europa. Dos brutales guerras civiles, una posterior división geográfica y política de unos 50 años, pérdida de influencia en el mundo, retraso en la carrera tecnológica… en suma: arrinconamiento. Eso sí, un nivel de bienestar ciudadano impresionante y refinado respecto a la gran parte del planeta. El sueño de millones de personas de otras latitudes que, legítima...

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La decadencia no es que sea mala, es que es muy complicada. Cuando dentro de unos siglos, quien lo haga, repase la historia de Europa desde 1900, probablemente llegue a la conclusión de que el siglo XX fue el que marcó la decadencia de Europa. Dos brutales guerras civiles, una posterior división geográfica y política de unos 50 años, pérdida de influencia en el mundo, retraso en la carrera tecnológica… en suma: arrinconamiento. Eso sí, un nivel de bienestar ciudadano impresionante y refinado respecto a la gran parte del planeta. El sueño de millones de personas de otras latitudes que, legítimamente, se imaginaron que, algún día, llevarían una vida protegida y hasta placentera paseando por el Distrito VII de París, de compras por Oxford Street o en el concierto de Año Nuevo en Viena. Luego, la realidad es otra cosa, pero los sueños también mueven el mundo. Sin embargo, salvo en algunas cosas —como las personas, a pesar de lo que diga la publicidad—, la decadencia no es inevitable. Habitualmente es producto de una serie de circunstancias, pero también de decisiones. La historia es una buena maestra porque está llena de numerosos ejemplos de cómo no hacer las cosas, aunque —advertencia— no conviene tomarla como un libro de recetas de cocina.

Algunas naciones de Europa han transitado ya por la senda en la que nos encontramos ahora. Muchos de quienes creen que Venecia no es más que un carísimo e incómodo parque temático se sorprenderían al conocer que no hace tanto fue la capital de un pujante imperio comercial, líder en investigación, tecnología y práctica económica. El descubrimiento de nuevos mercados (léase América y China) y de rutas a estos, la arrinconaron. Sobrevivió unos cuantos siglos más con sus óperas, su arte y sus líos internos, hasta que aquello también terminó. Cuando Barack Obama dio un giro radical a la estrategia de EE UU para centrarla en el Pacífico no hizo sino repetir lo que para Venecia fueron la caída de Constantinopla, Vasco da Gama y Colón. Obama mandó a Europa al rincón. Trump no ha hecho sino ignorarla.

Maniobrar desde el rincón es difícil, pero no imposible. La idea, ya sobre la mesa, de que Europa le proponga a Washington una estrategia global, especialmente ante lo que supone la amenaza china, es un buen intento de demostrar que el Viejo Continente todavía está lejos de quedar como gran tienda de souvenirs. Pero convendría ir adelantando algún trabajo, por aquello de que nadie te va a ayudar si no te ayudas. Hay que moverse del rincón. Diplomacia, inteligencia de Defensa e inteligencia económica —los venecianos sabían mucho de esto— son campos en los que es preciso avanzar ya a pasos agigantados. Y no en “mecanismos de cooperación”, sino en organismos cuasi únicos. En Tecnología y Defensa es más complicado porque hace falta tiempo y dinero. Pero no hay opción, porque en esta carrera los segundos quedan eliminados. No hay nada que una más que una amenaza. Y la irrelevancia es de las peores. La alternativa es ser un romántico escenario en el siglo XXII.


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