Un consenso elemental
La dinámica de polarización ha venido para quedarse en nuestras democracias y cuanto antes lo asumamos mejor
La democracia es un juego entre mayorías y minorías. Sin embargo, la relación entre ambas no solo necesita un cauce institucional, también un espíritu compartido. El acuerdo implícito de nuestros sistemas es que quien gobierna tiene el derecho a llevar adelante su programa, pero también acepta no usar el poder para perpetuarse u oprimir a quien piensa distinto. Esta idea nace de convicciones, pero también de que su posición de fuerza es reversible: la mayoría hoy puede ser la minoría mañana y viceversa.
Gracias a este principio no hay una amenaza existencial en cada contienda electoral...
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La democracia es un juego entre mayorías y minorías. Sin embargo, la relación entre ambas no solo necesita un cauce institucional, también un espíritu compartido. El acuerdo implícito de nuestros sistemas es que quien gobierna tiene el derecho a llevar adelante su programa, pero también acepta no usar el poder para perpetuarse u oprimir a quien piensa distinto. Esta idea nace de convicciones, pero también de que su posición de fuerza es reversible: la mayoría hoy puede ser la minoría mañana y viceversa.
Gracias a este principio no hay una amenaza existencial en cada contienda electoral: si ganan los contrarios no tenemos por qué temer nuestro fin, sino el de las políticas que nos gustan. Sin embargo, este equilibrio es muy delicado ya que emerge implícitamente. En el fondo (a veces de manera indisimulada) los partidos quieren el poder total para sí. Consideran que sus ideas son las mejores, que sus programas son los únicos, pero como ningún grupo tiene la capacidad de imponerse totalmente se busca un compromiso.
La pregunta es si este acuerdo es sostenible cuando la polarización afectiva, es decir, el rechazo entre grupos sociales, no hace más que crecer. Los partidos, atenazados por un contexto electoral cambiante, tienden a sobre-enfatizar las discrepancias, levantando barreras entre partidarios y, en ocasiones, llevando hasta la deshumanización del adversario. Esta vía, además, se retroalimenta, pues en el competido mercado de la atención las opiniones más ruidosas siempre son más visibles. Así, va calando en el votante que cuando gobierna alguien de signo contrario es inevitable la destrucción de la comunidad política y pagar un peaje inasumible. El debate ya solo gira en torno al quién y no al qué.
Esta dinámica, por más que recuerde a la esfera pública española, se está reproduciendo en todo Occidente. Sus causas son estructurales y profundas y van desde la desintermediación de la política hasta las cicatrices de la Gran Recesión (aún no sanadas), así que tampoco en esto somos tan únicos como nos gustaría pensar. Además, es poco posible que la covid-19 anule ninguno de estos cambios de nuestras sociedades. Por tanto, esta dinámica de polarización ha venido para quedarse en nuestras democracias y cuanto antes lo asumamos mejor.
¿Sabremos gestionar este nuevo entorno? No queda más opción que tener a cada cual mirando a los suyos (sí, a los de uno) y preguntarse si su retórica y su práctica es la aceptable en un contexto de civilidad democrática. Probablemente esto vaya a necesitar un nuevo entendimiento informal pluralista, lo que interpela especialmente a quienes tienen responsabilidades públicas. Un consenso construido sobre algo tan revolucionario como asumir que quien está enfrente quizá no es estúpido o malvado, sino que simplemente piensa distinto.