Amiga
Todo sencillo, natural y bien alegre, pero sin ahorrarse la pasión por saber, así era su oficio de vivir. Pepa Ferrando fue una librera mítica
Ha tenido una muerte muy dulce, al final de una dura batalla. Como a una hoja de otoño desprendida del árbol de la vida, así se ha llevado una ligera brisa de mistral a la amiga Pepa hacia el estanque dorado. Allí permanecerá siempre sumergida en mi memoria. Con ella se han ido los momentos de placer de tantos felices veranos, tantas historias contadas en las largas sobremesas bajo el sonido de chicharras. Todo sencillo, natural y bien alegre, pero sin ahorrarse la pasión por saber, así era su oficio de vivir. Pepa Ferrando fue una librera mítica. Antes de que su selecta librería de Dénia desa...
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Ha tenido una muerte muy dulce, al final de una dura batalla. Como a una hoja de otoño desprendida del árbol de la vida, así se ha llevado una ligera brisa de mistral a la amiga Pepa hacia el estanque dorado. Allí permanecerá siempre sumergida en mi memoria. Con ella se han ido los momentos de placer de tantos felices veranos, tantas historias contadas en las largas sobremesas bajo el sonido de chicharras. Todo sencillo, natural y bien alegre, pero sin ahorrarse la pasión por saber, así era su oficio de vivir. Pepa Ferrando fue una librera mítica. Antes de que su selecta librería de Dénia desapareciera llevada por el vendaval de los nuevos tiempos parecía un milagro que supiera tanto de libros, tanto de autores como de guisos, tanto de los entresijos del alma humana como de plantas silvestres desconocidas. Cuando desde Madrid le pedía algún libro inencontrable, ella, a vuelta de correo, me lo mandaba en una caja junto con algunas hortalizas del tiempo. En cierta ocasión una rara edición del Libre de les meravelles, de Ramon Llull, me llegó acompañada de los primeros guisantes, habas de nieve y cerezas de primavera. Venía de una larga pelea contra la adversidad desde niña en que tuvo que cuidar a su madre enferma del corazón postrada en cama durante 20 años. Este sacrificio unido a la obligación de limpiar la casa y cocinar para sus hermanos labradores antes de que salieran al campo le impidieron ir a la escuela. Pero su tenaz esfuerzo por aprender y el hábito de la lectura la convirtieron en una librera llena de sofisticación capaz de explicarte el Tractatus de Wittgenstein e indicarte en qué parada del mercado podías encontrar los alimentos terrestres de André Gide. Aun muerta parecía querer arrastrar a la tumba su último sol que le daba en la cara. En el jardín se quedaron cantando los pájaros cuando se la llevaron.