Comunicar la pandemia
Estamos desaprovechando una magnífica ocasión para reflexionar conjuntamente sobre nuestras debilidades y cómo buscar vías para superarlas
Si la primera ola de la covid estuvo marcada por una mezcla de perplejidad y miedo, esta segunda presenta todos los síntomas de la neurosis depresiva. Los temores de la primera fase del confinamiento dieron paso al alivio de la desescalada, incluso a fugaces momentos de euforia, que enseguida se tornaron en frustración y desánimo. Uno se acostumbra a la excepcionalidad y hasta consigue introducirla en su rutina, pero es una falsa sensación de normalidad. Seguimos desconcertados. Al principio nos turbó la inquina y la persistencia inútil de la bronca entre nuestros políticos; ahora, una sensaci...
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Si la primera ola de la covid estuvo marcada por una mezcla de perplejidad y miedo, esta segunda presenta todos los síntomas de la neurosis depresiva. Los temores de la primera fase del confinamiento dieron paso al alivio de la desescalada, incluso a fugaces momentos de euforia, que enseguida se tornaron en frustración y desánimo. Uno se acostumbra a la excepcionalidad y hasta consigue introducirla en su rutina, pero es una falsa sensación de normalidad. Seguimos desconcertados. Al principio nos turbó la inquina y la persistencia inútil de la bronca entre nuestros políticos; ahora, una sensación de abandono mezclada con un cierto sentido del absurdo. Estamos rodeados de amenazas y es como si la política, la energía destinada a resolver problemas colectivos, ya no pudiera salvarnos.
Y no lo digo porque hubiera más o menos torpezas en la gestión de la epidemia, o por el deplorable espectáculo de algunas actitudes. Eso influye, desde luego. Me refiero a otra cosa, a algo más intangible. Podemos llamarlo “sentido de comunidad”, el sabernos partícipes de algo que nos une más allá de las normales discrepancias de distinto signo, el carecer de un nosotros más o menos definido; eso que tan fugazmente vivimos en las primeras fases del confinamiento, antes de que a los aplausos a los sanitarios les siguieran las caceroladas. El nosotros se ha deconstruido siguiendo las líneas de fractura de las distintas facciones políticas o de los medios al servicio de parte. Todo pasa por ese filtro divisivo. Compartimos el mismo trauma, pero se fragmenta en mil relatos distintos. Quizá porque nadie está de verdad interesado en dirigirse a todos, sino solo a los suyos.
Todo es un problema de comunicación no lograda. Como ya había observado Montaigne, comunicación viene de la misma raíz que “común” o comunidad. Y “cuando la palabra se falsea” —cuando deja de dirigirse a la comunalidad— se “traiciona la relación pública”. Es curioso, vivimos en la época de los expertos en comunicación, pero estos también se han puesto al servicio de alguna bandera. Nadie parece interesado en una conversación pública en la que todos podamos reconocernos, que se haga cargo de nuestras perplejidades y necesidades compartidas. Seguimos con la misma descripción de la pandemia como si fuera un problema estadístico, frío, mensurable. Siempre también las mismas caras e inercias en su presentación. O en instrumentalizar el dolor para obtener mezquinas ventajas partidistas. Nadie le echa la más mínima imaginación a otra forma de narrarnos lo que pasa, a atreverse a ir más allá de los números. Y esto ha acabado por hacernos inmunes a los consejos para combatirla.
Lo malo es que estamos desaprovechando una magnífica ocasión para reflexionar conjuntamente sobre nuestras debilidades y cómo buscar vías para superarlas. Es el mejor momento para discutir sobre, por ejemplo, una sensata federalización del Estado, la protección de las instituciones, la importancia de fortalecer los servicios públicos, el cómo renegociar la solidaridad a partir de las nuevas necesidades. Y, sin embargo, nos embarga el silencio y el andar zombi de quien no sabe a dónde va; nos vamos replegando más y más sobre lo privado, justo lo que no se debe hacer ante una calamidad pública. Hemos caído en otra forma de confinamiento.