Tribuna

El voto como terapia

Chile ha elegido un camino institucional en un desenlace que nadie habría imaginado hace un año

Un hombre en bicicleta por Santiago de Chile dos días antes del referéndum del pasado 25 de octubre.PEDRO UGARTE/AFP/GETTY IMAGES

Chile ha optado otra vez por un camino institucional. Se puede decir que todas las revoluciones concluyen, al anochecer, con alguna forma de institucionalización, ya por la “vanguardia organizada” o por el golpe militar. Pero en Chile no ha ocurrido ni una ni otra cosa; en vez de eso, el pasado domingo se sometió a plebiscito la idea de redactar una nueva Constitución. Un nuevo trato. Una nueva partida con la misma baraja.

Nadie habría imaginado este desenlace provisorio hace justo un año, cuando las imágenes de un Santiago en llamas recorrían el mundo. En octubre de 2019, un aumento de...

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Chile ha optado otra vez por un camino institucional. Se puede decir que todas las revoluciones concluyen, al anochecer, con alguna forma de institucionalización, ya por la “vanguardia organizada” o por el golpe militar. Pero en Chile no ha ocurrido ni una ni otra cosa; en vez de eso, el pasado domingo se sometió a plebiscito la idea de redactar una nueva Constitución. Un nuevo trato. Una nueva partida con la misma baraja.

Nadie habría imaginado este desenlace provisorio hace justo un año, cuando las imágenes de un Santiago en llamas recorrían el mundo. En octubre de 2019, un aumento del precio del pasaje de Metro desató una retahíla de protestas que el día 18 escaló hasta el nivel de una revuelta popular, con grados de violencia hasta entonces inéditos.

La conmoción expresaba un sinnúmero de frustraciones en una sociedad cuya prosperidad aumentó con aguda desigualdad, y que parecía estancada a partes similares en su crecimiento y en su sistema político. Durante 30 años, eso mismo había convertido a Chile en el país de mayor expansión y estabilidad de América Latina. Pero —pareció decir la movilización— ya no era suficiente. Los mismos de siempre, lo mismo de siempre.

Un mes más tarde, cuando la agitación y el vandalismo no cejaban, los dirigentes de los partidos de Gobierno y oposición acordaron proponer el cambio de la Constitución, una demanda que no tenía relación directa con la insurrección, pero que constituía la mayor oferta posible que podía hacerse desde el sistema político. El confinamiento puso un paréntesis en las movilizaciones, hasta que el domingo los chilenos aprobaron con una mayoría de 78,27% el inicio de una nueva Constitución. La votación se celebró con una pandemia vigente, medidas de confinamiento parcial, voto voluntario, estado de emergencia y toque de queda. Y aun así obtuvo la participación más alta de los últimos 10 años, algo más de la mitad de los llamados a votar.

Porcentualmente, el voto por el cambio constitucional obtuvo 23,7 puntos más de los que recibió el presidente Sebastián Piñera en la segunda vuelta de 2017, un porcentaje envidiable en un mapa donde ningún partido alcanza el 20%. Queda pendiente el problema del 49% que no votó. ¿Dónde se encuentra? Seguramente, en una gama que va desde los temerosos de contagiarse hasta los ácratas y antisistema, pasando por los indiferentes crónicos y los grupos de izquierda que no participaron del acuerdo. La mecha incendiaria sufre un significativo recorte.

El caso es que, en medio de una aguda crisis política y económica, una mayoría de los chilenos ha aceptado iniciar una revisión profunda de su estructura institucional, mientras siguen vigentes los poderes que fueron puestos en jaque. Por añadidura, la convergencia entre la pandemia y los términos de mandatos harán que Chile tenga que renovar a lo largo de 2021 la totalidad de sus autoridades de elección popular, desde los concejos municipales hasta la presidencia de la República. El presidente Piñera —que en alguna de las noches del año pasado estuvo a punto de ser evacuado del palacio de gobierno— terminará su periodo en marzo de 2022, un poco antes de que esté redactada la nueva Constitución, que será promulgada por un nuevo jefe de Estado. “Nuevo” no es una expresión figurada: en los últimos 16 años, las mismas dos personas, Piñera y Michelle Bachelet, se han alternado el sillón presidencial.

El tren electoral que se prolongará por 12 meses aparece ahora como un instrumento que, por coincidencia absoluta, podría profundizar el insospechado cauce institucional de solución a una crisis todavía huérfana de respuestas y de explicaciones. La coincidencia tiene ciertas resonancias con esa frase que se atribuye a Augusto Pinochet: “Estábamos al borde del abismo y dimos un paso adelante”.

Las causas del llamado “estallido social” son tan variopintas como sus protagonistas, ya han producido una veintena de libros y nadie está en condiciones de imaginar siquiera en qué hubiese terminado de prolongarse por más tiempo. Las interpretaciones durarán años, cubriendo el rango más o menos usual que va desde las condiciones sociales estructurales, hasta la operación de grupos conspirativos. Cuestión de énfasis. O de ideología. Los daños que produjeron la revuelta y su represión no refrendan todas las versiones, pero no eliminan ninguna.

Tampoco existe ninguna certeza de que los agentes que encabezaron las acciones más violentas en el último año no vuelvan a tratar de resoplar el espíritu flamígero, como lo hicieron una semana antes del plebiscito. Pero es bastante probable que ya no susciten ni el entusiasmo que los exaltó ni la indiferencia que los amparó, y que se vean subsumidos por la tarea algo más épica y abstracta de recrear las instituciones democráticas. Sería un triunfo de la política sobre la anomia. O de la imaginación sobre el instinto.

Ascanio Cavallo es periodista y analista político chileno.

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