Tribuna

Estado aluminoso y nación dividida

Nunca se ha procedido realmente a afrontar un proceso de sanación de la historia de España a partir de un esfuerzo sincero de reconciliación democrática, lo que explica los numerosos desencuentros que se producen

Raquel Marín

España está dando la medida de sí misma entrado el siglo XXI y el balance está siendo decepcionante. La historia nos ha puesto por desgracia ante el reto colectivo de gestionar una auténtica calamidad pública y, más allá de honrosas excepciones como nuestros sanitarios, docentes y Fuerzas Armadas y de seguridad, estamos fallando como país, tanto a nivel político, como institucional y social.

El desenlace es frustrante. Tanto que volvemos a la casilla de salida de la centenaria anormalidad histórica al compararnos con lo hecho por la mayoría de los países de nuestro entorno europeo. Algo...

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España está dando la medida de sí misma entrado el siglo XXI y el balance está siendo decepcionante. La historia nos ha puesto por desgracia ante el reto colectivo de gestionar una auténtica calamidad pública y, más allá de honrosas excepciones como nuestros sanitarios, docentes y Fuerzas Armadas y de seguridad, estamos fallando como país, tanto a nivel político, como institucional y social.

El desenlace es frustrante. Tanto que volvemos a la casilla de salida de la centenaria anormalidad histórica al compararnos con lo hecho por la mayoría de los países de nuestro entorno europeo. Algo sobre lo que discutieron generaciones de intelectuales en el pasado y que, si no rectificamos a tiempo, puede poner las bases de un auténtico colapso nacional.

Y aunque no podemos comparar la situación con otras tan trágicas como las de 1898 o 1936, lo cierto es que sus sombras deberían hacernos pensar muy seriamente sobre la insensatez colectiva en la que estamos incurriendo. De hecho, si no ponemos remedio, y pronto, nos adentraremos irreversiblemente en el umbral de una de esas crisis colectivas que pueden condenarnos durante generaciones a tener que purgar los errores de no haber sabido estar a la altura de las circunstancias de una historia que nos interpela directamente.

En este sentido, atribuir la culpa a alguien en concreto sería un error cuando vivimos una situación que es consecuencia de una distribución agregada de culpas que no exonera a casi nadie, pues, ¿alguien piensa que no tiene que hacerse perdonar algo a raíz de cómo se ha desarrollado la gestión individual y colectiva, pública y privada, de la pandemia desde febrero hasta ahora? Y aunque, sin duda, hay niveles distintos de responsabilidad, especialmente en el ámbito político e institucional, la interacción compleja de la pandemia ha hecho que se diluyan finalmente ante el extraordinario impacto holístico de una calamidad pública que nos precipita a una crisis sanitaria, económica y social que descuaderna al país y disloca al conjunto de la sociedad.

Nunca desde la Guerra Civil hemos vivido un test-país tan intenso por su dificultad como el que estamos viviendo bajo la presión de la covid-19. El balance hasta el momento arroja un panorama desolador, con decenas de miles de fallecidos, cientos de miles de enfermos, caída del PIB sin precedentes estadísticos y un impacto social y emocional difícil de evaluar debido a la cotidianidad de una tragedia que interiorizamos en tiempo real y sin procesos de sanación que amortigüen sus efectos. Un test-país que, además, a nivel político e institucional nos sitúa dentro de un marco de democracia agónica y excepcionada que, aunque es común a casi todas las democracias, sin embargo, en España adopta un perfil de conflictividad desorbitada debido a un populismo que intoxica a casi todos los partidos y que contribuye a romper los cada vez más débiles ejes de legitimidad liberales.

Ni la crisis económica de 1973 a 1985, ni la intentona golpista de 1981, ni probablemente el terrorismo de ETA, ni tampoco los atentados del 11-M o la crisis económica de 2008 a 2014, ni, por supuesto, la crisis secesionista catalana de 2017, han comprometido tan directamente, y en un momento crítico tan específico, la viabilidad de España, así como su crédito dentro y fuera de nuestras fronteras

De hecho, la gestión de la pandemia está evidenciando, ante la mirada del mundo, que arrastramos debilidades sistémicas en los materiales básicos sobre los que se asienta la estabilidad política y social de España. Unas debilidades que empiezan por el diseño de un Estado que ha evidenciado la aluminosis de la dictadura que lo concibió y que, limitándose a su descentralización territorial y competencial bajo la democracia, ha replicado y perpetuado a nivel autonómico un modelo lineal de decisiones basado en una unidad de mando no cooperativa en el ejercicio de sus competencias exclusivas. Una visión totalizadora, excluyente y unitaria de la gestión en un mundo de interacciones complejas como ha demostrado la pandemia y que, además, se ha mantenido en pie y multiplicado por 17. Y, además, sin pasarelas eficaces de cooperación que fueran leales más allá del respeto a la competencia exclusiva de la que alguien es titular. Al tiempo que la maquinaria estatal y autonómica sigue fundándose en un diseño de Administración que, cuando progresa y avanza la inteligencia artificial y el big data, prejuzga la eficacia operativa de los resultados asociados a la gestión del interés general, con un modelo de acceso a ella basado en el mérito y la capacidad memorística de sus miembros.

Pero si este Estado aluminoso ha evidenciado con la pandemia la fatiga de sus materiales heredados de la dictadura, más aún lo ha hecho una idea de nación que fue consecuencia del trabajo intelectual de un franquismo que pensó ideológicamente las premisas de su unidad a partir de un nacionalismo que situó en la debilidad unitaria de la nación española la razón más acuciante del atraso histórico de nuestro país. Algo que el franquismo resolvió emprendiendo, a partir de los substratos emocionales removidos por la Guerra Civil y sobre el solar dislocado por el choque de las dos Españas, una unidad forzada que fue cosida ideológicamente mediante el hilo represivo de una victoria militar.

Así, se llegó a una unidad que no analizaba los fundamentos históricos reales de su diversidad cultural, ni que tampoco nació de la reconciliación, sino que se construyó sobre la imposición de unos sobre otros. Esta circunstancia se depositó como una culpa encizañadora en los dispositivos inconscientes de una política que, aunque la Transición y la Constitución democratizaron gracias a la generosidad de las generaciones que protagonizaron la Guerra Civil, sin embargo, quedó latente como una posibilidad que, según fue avanzando nuestra democracia, se ha ido evidenciando. Esto explica los numerosos desencuentros vividos hasta el momento y que ahora se han hecho más abruptamente palpables que antes.

La clave de ello está en que nunca se ha procedido realmente a afrontar un proceso de sanación de nuestra historia a partir de un esfuerzo sincero de reconciliación democrática. De ahí, la facilidad con la que se ha roto con la lealtad transgeneracional al pacto de 1978 durante estos meses de polarización y lo que nos hace entender por qué en España se ve al Gobierno de la nación no como el Gobierno de todos, sino como el Gobierno de unos frente a otros. Algo que es fatal, como estamos viendo. Entre otras cosas porque arroja luz sobre los motivos últimos de nuestro fracaso colectivo ante la pandemia, al tiempo que patentiza un contexto de Nación dividida y de ruptura de la concordia que puede conducirnos a una situación de no retorno. Ojalá que la política y sus actores comprendan que, en democracia, dependemos de ella para que con su ejemplaridad estemos todos a la altura de lo que nos demanda la historia. Que así sea.

José María Lassalle fue secretario de Estado de Cultura entre 2011 y 2016 y de Agenda Digital, entre 2016 y 2018.

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