Columna

Al principio y al final, siempre un profesor

La llamarada de quienes agitan el odio, la exclusión, la incapacidad de convivir, convence cada día a más personas que carecen de otro fuego consolador al que acercarse

Una profesora da clases por ordenador desde un aula vacía en Alemania.Kay Nietfeld (Getty Images)

Advertíamos hace semanas del escaso seguimiento desde España del juicio a los culpables del asalto a la redacción del semanario humorístico francés Charlie Hebdo. Ahora, con el asesinato de un profesor a manos de un joven refugiado islamista, la tenebrosa trama asociada a ese discurso de intransigencia se ha adueñado de nuevo de los miedos íntimos en el país vecino. En este crimen cobran una importancia destacada varios factores que atañen al juicio en curso. En especial, la complicidad de familiares y redes de soporte de un discurso criminal, capaces de conjugar, sin asomar la incohere...

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Advertíamos hace semanas del escaso seguimiento desde España del juicio a los culpables del asalto a la redacción del semanario humorístico francés Charlie Hebdo. Ahora, con el asesinato de un profesor a manos de un joven refugiado islamista, la tenebrosa trama asociada a ese discurso de intransigencia se ha adueñado de nuevo de los miedos íntimos en el país vecino. En este crimen cobran una importancia destacada varios factores que atañen al juicio en curso. En especial, la complicidad de familiares y redes de soporte de un discurso criminal, capaces de conjugar, sin asomar la incoherencia esencial del asunto, el uso de la modernidad tecnológica con la reivindicación del regreso al medievo mental. Desde hace años, la hipercomunicación, el vínculo superficial de las redes y la expansión de los discursos de odio por el altavoz de la multinacional de Silicon Valley, trabajan en una misma dirección: la destrucción de las democracias. Una conjunción de factores ha propiciado la tormenta perfecta.

Puede que seamos tan poco perspicaces que nos resulte complicado ver la relación. Hay quien cree que los discursos zafios del Parlamento no afectan a la convivencia real de los ciudadanos de un país. Pero no funciona así. La llamarada de quienes agitan el odio, la exclusión, la incapacidad de convivir, convence cada día a más personas que carecen de otro fuego consolador al que acercarse. La soledad nunca ha sido mayor que en tiempos de comunicación global. La Gran Vía, la Main Street, siempre fueron un corredor de soledades. Todos necesitamos un hogar caliente y las ideas, por mucho que aparenten ser etéreas, alzan las paredes de ese refugio. Las religiones, con su invitación a la intransigencia basada en sus dogmas, juegan a contraponerse al orden civil, basado en leyes y normas que establecen obligaciones y garantías. Haber logrado que muchas de ellas se adapten a la exigencia de la democracia no significa que la batalla esté ganada, ni mucho menos. Cada día que se empobrecen las instituciones democráticas, y en España lo estamos viendo ahora con el papel fundamental que representan los jueces, se invita a más y más personas a escupir al aire, contra la libertad y la convivencia.

Es un triste espectáculo escuchar al presidente de la nación más poderosa del mundo negar la legalidad de su proceso electoral, mancillar todas y cada una de las instituciones que ejercen algún control sobre su poder o verle correr para nombrar una juez del Supremo que aparente responder a su sobrevenida fe religiosa, en la cual se ha orinado con su comportamiento vital durante décadas. Pero no estamos lejos de algo así en ningún país europeo, frente al espejo de los mandatos autoritarios de Polonia o Hungría. Una buena noticia ha venido de donde menos la esperábamos, de la acción judicial griega que ha dicho basta ya a la connivencia del crimen con la política. Conocemos bien el caso y después de devanarnos los sesos, cada día estamos más cerca de aceptar que contra la democracia no vale usar la democracia. Que el sistema sea generoso no significa que sea idiota ni permita autolesionarse constantemente a países en crisis de personalidad. El profesor asesinado en Francia merece algo más que un pésame a media voz. Porque al final y al principio de cada democracia siempre hay un aula de colegio.

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