Tribuna

Llenar la caja

Conviene preguntarse si el mayor acceso a la publicación produce más obras interesantes

Interior de la librería El Ateneo Grand Splendid, en Buenos Aires.Anadolu Agency

En una conferencia dictada en la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona, en 1993, Rafael Sánchez Ferlosio proponía un concepto, muy útil para encuadrar algunas compulsiones del siglo XXI: “Las cajas vacías”, que son, de acuerdo con su propia explicación, “recipientes o continentes que no sólo preceden a la determinación de los contenidos sino que además reclaman como bocas vociferantes la producción de algo que los llene”.

A finales del siglo XX esta idea, verdaderamente visionaria, tenía un rango de acción más bien modesto, si se compara con el crecimiento exponencial que tendría la ca...

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En una conferencia dictada en la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona, en 1993, Rafael Sánchez Ferlosio proponía un concepto, muy útil para encuadrar algunas compulsiones del siglo XXI: “Las cajas vacías”, que son, de acuerdo con su propia explicación, “recipientes o continentes que no sólo preceden a la determinación de los contenidos sino que además reclaman como bocas vociferantes la producción de algo que los llene”.

A finales del siglo XX esta idea, verdaderamente visionaria, tenía un rango de acción más bien modesto, si se compara con el crecimiento exponencial que tendría la caja vacía unos años después, en nuestra vida cotidiana.

En 1993, cuando fue dictada esa conferencia, no existía ni Facebook (2004), ni Twitter (2006), ni Instagram (2010); tampoco existía YouTube (2005), y los blogs podían desarrollarlos exclusivamente los expertos en informática; la vida transcurría entonces lejos de la pantalla y, por no existir, no existía ni Google (1997).

Ferlosio explicaba que la caja vacía no es un estuche, porque este sirve para contener un objeto específico, sino un continente que pide, insistentemente, ser llenado. “Parece que vivimos en un mundo en que no son las cosas las que necesitan cajas, sino las cajas las que se anticipan a urgir la producción de cosas que las llenen”.

Como ejemplo ponía el de un periódico, de papel, claro; decía que diariamente, pase lo que pase, el periódico “está obligado a llenar 16, 32, 64 o mayor número de páginas”, y sugiere que para evitar las cajas vacías que es obligatorio llenar, los periódicos tendrían que salir cada día con un número de páginas distinto, de acuerdo a las noticias que se hayan generado en las últimas 24 horas; así un día tendríamos un ejemplar de 52 páginas, que al día siguiente podría tener 26.

A estas alturas del siglo XXI vivimos rodeados de cajas vacías que exigen todo el tiempo ser llenadas: el rectángulo donde escribimos un tuit, por ejemplo, o la caja de Instagram que exige que se le llene con una fotografía, o la página del blog que palpita ansiosamente esperando las líneas con que va a llenarla su autor, para inmediatamente después publicarla, aun cuando no sepa escribir, pues lo verdaderamente importante es llenar la caja.

La dificultad que existía en el siglo XX para hacer pública una opinión o un ensayo, era incomparablemente mayor que la que existe en nuestro tiempo; hoy cualquiera que tenga un ordenador y acceso a Internet puede hacer pública una novela, una película, una canción. En la era de la pantalla a la caja vacía de Ferlosio tendríamos que añadir su permanente disponibilidad, su tamaño ilimitado y sobre todo la facilidad e inmediatez con la que puede llenarla cualquiera que se anime a hacerlo.

Convendría preguntarse si el acceso para todo el mundo que ofrece la caja-vacía-y-siempre-disponible produce más obras interesantes. La facilidad con la que hoy se publica, y el superávit de creadores que circula por la Red, no da necesariamente más obras interesantes; el número de musas sigue siendo el mismo, lo que ha cambiado es la democratización del instrumental, del know how, aunque en realidad no se tenga mucho que decir.

El público que consumía las obras de otros en el siglo pasado hoy se ha vuelto productor; el espectador se ha convertido en artista; para publicar un texto ya no hace falta saber escribir, basta con llenar la caja vacía que tenemos ahí, a nuestra disposición, precisamente para eso, para llenarla. Lo mismo sucede al que quiere exhibir su película en la caja vacía de YouTube, o una canción o un comentario sobre cualquier tema.

Basta pensar lo que costaba hacer pública una obra cuando Ferlosio dictaba aquella conferencia, para darnos cuenta de lo mucho que ha cambiado el panorama.

Gilles Lipovetsky y Jean Serroy ofrecen una pista, en su ensayo La estetización del mundo, sobre este superávit de creadores que llenan frenéticamente cajas vacías, lo relacionan con el hedonismo del siglo XXI, con el “auge de la nueva cultura individualista que da prioridad a los deseos de autonomía, de autorrealización y autoexpresión”, y en este territorio del yo exacerbado, de la “vedetización” general, las obras consistentes van revueltas con las ocurrencias; la caja vacía, debidamente llenada, es parte de la misma red por la que circulan esas obras que no han tenido el acicate del vacío para existir.

La variedad de cajas vacías que tenemos hoy, disponibles todo el tiempo para ser llenadas, puede mirarse como una ventaja, se puede pensar que la publicación, que antes era privilegio de unos cuantos, se ha democratizado, pero sin perder de vista que el orden se ha subvertido: antes, para publicar una obra era imprescindible saber escribir, o rodar una película, o componer una pieza de música; hoy sucede lo contrario, primero se publica, se llena la caja vacía que está siempre disponible y luego, si persiste el interés y se persevera, se va aprendiendo el oficio.

Jordi Soler es escritor. Su último libro publicado es Mapa secreto del bosque (Debate).

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