Tenemos que hablar de la muerte
Cuando un familiar quiere hablar de su final es mejor hacerlo sin miedo y sin tapujos
Mi padre murió a finales de noviembre, después de años de una larga y agónica enfermedad. Cuando le diagnosticaron demencia con cuerpos de Lewy, vino a verme a Madrid. “Tenemos que hablar de la muerte”, me dijo. Y no de una muerte cualquiera, sino de la suya. No estaba preparada para tener esa conversación e hice lo posible para eludir el tema. Como si no hablar de ello pudiera evitarlo. Como si el diagnóstico de una enfermedad incurable y degenerativa no fuera definitivo. Imaginé que mi padre quería hablar de la herencia, de que su demencia progresaría y hasta cuándo merecía la pena seguir vi...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Mi padre murió a finales de noviembre, después de años de una larga y agónica enfermedad. Cuando le diagnosticaron demencia con cuerpos de Lewy, vino a verme a Madrid. “Tenemos que hablar de la muerte”, me dijo. Y no de una muerte cualquiera, sino de la suya. No estaba preparada para tener esa conversación e hice lo posible para eludir el tema. Como si no hablar de ello pudiera evitarlo. Como si el diagnóstico de una enfermedad incurable y degenerativa no fuera definitivo. Imaginé que mi padre quería hablar de la herencia, de que su demencia progresaría y hasta cuándo merecía la pena seguir vivo. Después de ver cómo mi padre se marchitaba día a día, pensé varias veces en la conversación que evité. Pero el momento de hablar ya había pasado, mi padre ya no estaba en aquel cuerpo que insistía en seguir respirando. “Tenemos que hablar de la muerte”, me dijo. No porque sea fácil, sino porque es inevitable. No porque la deseemos, sino porque mi padre tuvo una vida digna y merecía una muerte a su altura.
Vivir lejos de la familia a veces me ha permitido habitar un mundo de ficción. Si yo no veía a mi padre, podía imaginarle como siempre fue, un hombre alegre, activo, cariñoso. Cada vez que yo iba a Brasil a visitarlo, sin embargo, la ficción dejaba de tener verosimilitud y las miles de posibilidades de recuperación con las que yo fantaseaba se caían por tierra. Creo que la primera vez que me di cuenta de ello fue un día durante el desayuno. Le pregunté si quería más zumo y llevé su vaso a la cocina para rellenarlo. Cuando regresé mi padre hacía el gesto de tomar el zumo e incluso lo tragaba, aunque en su mano no había ningún vaso. Él me miró sin darse cuenta de que tomaba un zumo invisible. Le vi completamente perdido y me sentí completamente perdida.
Cada año, cada visita, la cosa iba peor. Uno de los síntomas de su enfermedad son las alucinaciones. Hubo un periodo en que mi madre me llamaba constantemente para que yo explicara a mi padre que ella no tenía un amante y que ese hombre no vivía en mi antigua habitación. Mi padre lo veía todos los días y era una alucinación tan vívida que ni siquiera la explicación de que nadie esconde a un amante en su propia casa podía hacerle volver a sus cabales. El amante estaba ahí, delante de sus ojos, reflejando su miedo al abandono.
Poco a poco, dejó de conducir, de ir a correr, de leer el periódico, de salir a la calle y de hablar con la gente. En los últimos años, su vida se limitaba a una cama y un sillón. La cama donde pasaba casi todo el día y el sillón donde le ayudaban a sentarse cuando tocaba comer. Mi madre tuvo que contratar cuidadoras, pues ya no daba abasto. No solo mi padre padeció su enfermedad, mi madre también lo hizo. Y mi hermana. Y yo. Éramos una familia enferma de dolor, de añoranza de viejos tiempos, de sentimiento de injusticia y de culpa por desear la llegada de un punto final para esa historia de terror.
Cuando mi padre falleció, su espalda estaba llena de escaras, ya solo se alimentaba de suero y mi antigua habitación, lejos de ser el cobijo del amante de mi madre, se había convertido en una UCI. Aunque esperada, su muerte me pilló desprevenida. Quise llorar, pero ya había llorado mucho. No me puse triste porque ya estaba triste. Y sentí un cierto alivio. No por mí, sino por él. Yo estaba destrozada, pero su sufrimiento había acabado. El cuerpo de mi padre, que estuvo echado sobre una cama durante años, no era él. Era el último resquicio de una vida que fue plena y que se convirtió en una muerte totalmente vacía de sentido. “Tenemos que hablar de la muerte”, me dijo, y jamás olvidaré esas palabras. Tenemos que hablar de la muerte en nuestras familias, en nuestro entorno y en el Congreso de los Diputados. Tenemos que hablar de la muerte y ofrecer una salida digna a todos los que, como mi padre, perdieron años de vida sufriendo sin ninguna esperanza de mejoría y con la certeza de que su situación solo podía empeorar.
Finalmente, mi padre pudo descansar. Yo sigo en duelo. Si fuera religiosa y creyera que algún día volveríamos a vernos sería mucho más fácil. Para mí, el único lugar donde puedo volver a encontrarle es en mi memoria. Por eso ando recopilando recuerdos: la primera vez que fuimos al cine, los domingos de playa, el concierto de Menudo al que fuimos con mi hermana y mi prima, los mundiales que vimos juntos... Son tantos los recuerdos, tantos los momentos felices que compartimos, tantos los momentos tristes que superamos, que a menudo le siento vivo, muy vivo dentro de mí. “Tenemos que hablar de la muerte”, me dijo. Y deberíamos haberlo hecho, sin miedo y sin tapujos, porque la muerte solo llega para los que no dejan recuerdos inolvidables.
Carla Guimarães es escritora y periodista brasileña.