Columna

No vamos a dejar nada sin ver

Hace un año no existía el virus que arrinconó y despedazó a las residencias, pero ya estaban todos los ingredientes para que el desastre se consumara

Dos sanitarias atienden a una anciana en una residencia.Cristóbal Castro

El pasado lunes, el informativo de Telecinco emitió las imágenes de dos obreros en Ourense durante su pausa laboral. Ourense es una ciudad en la que se han prohibido las reuniones entre personas no convivientes. Los trabajadores, con el mono sucio y el rostro cascado a media mañana, se encogen de hombros: “Llevamos no sé cuantas horas haciendo la obra juntos, pero para tomar el café nos sentamos en mesas distintas”. Así los mostraban las imágenes, cada uno en una mesa, tomando el café solos, con cara de estar flipándolo bien. Recordé una frase de mi abuela, “non imos deixar nada sen ver”, vers...

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El pasado lunes, el informativo de Telecinco emitió las imágenes de dos obreros en Ourense durante su pausa laboral. Ourense es una ciudad en la que se han prohibido las reuniones entre personas no convivientes. Los trabajadores, con el mono sucio y el rostro cascado a media mañana, se encogen de hombros: “Llevamos no sé cuantas horas haciendo la obra juntos, pero para tomar el café nos sentamos en mesas distintas”. Así los mostraban las imágenes, cada uno en una mesa, tomando el café solos, con cara de estar flipándolo bien. Recordé una frase de mi abuela, “non imos deixar nada sen ver”, versión poética del más contundente “xa o vin todo”. Es alta temporada de las dos expresiones.

¿Están entendiendo algo los que, por edad, ya creían haberlo visto todo? Probablemente más de lo que creemos. La noche que murió mi abuelo en el hospital, tras varios días en coma, mi abuela dijo que lo supo porque lo sintió en casa ordenando los cajones, dejando la ropa doblada y cerrando con cuidado la puerta; ven todo, incluso aquello que se proponen ver.

La directora chilena Maite Alberdi estrena El agente topo, una de las películas más apropiadas para la edad de oro del sálvese quien pueda. Rodada antes de la pandemia, por supuesto, porque las grandes lecciones del virus se dieron hace tiempo y se están aprendiendo ahora. En la película, un detective privado contrata a un anciano para que se infiltre en una residencia de la tercera edad y compruebe si a una de las ancianas la están tratando bien, pues la familia sospecha de malas prácticas y humillaciones. Este detective le da al agente topo diversos artilugios de espía profesional, pero antes tiene que enseñarle a usar un teléfono móvil.

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En la residencia se encuentra, primero, con que hay más mujeres detrás de él de las que tendría James Bond, y, segundo, con que eso es algo más que una residencia en la que el personal se desvive por los ancianos: también es un depósito. Para el espectador hay una sorpresa más: no es ficción, no hay actrices ni actores, ni nada más inventado que la misión. Es una historia sobre demencia senil, soledad y abandono, tres virus que el propio agente revela, desconcertado, en sus informes prolijos de la noche. No existía, cuando se rodó la película, el virus que arrinconó y despedazó a las residencias, pero sí estaban todos los ingredientes para que el desastre se consumara: si tanta gente no podía esperar ya nada de las familias que los habían dejado de visitar, qué iban a esperar de un Estado desbordado y políticamente inútil, de una administración incompetente. Si hay ancianos que han entendido al final de sus vidas que sus hijos los llevaron allí para su propia comodidad (la de ellos, no la de sus padres), por qué no van a entender cualquiera de los elementos distópicos que ha traído la pandemia.

El año pasado, en Argentina, Hilda (87) y Hugo (92) entraron en un bar de Rosario cargados de bolsas para comer unas milanesas. Pasaron tres horas allí cada vez más incómodos, caminando de un lado a otro. La misma inquietud que la del perro en una gasolinera cuando su amo le dice que espere, pero cambiando amo por hijo. Los había dejado allí, a su madre meada y a su padre atónito, como se deja un bebé en la puerta de un convento. Lo primero, algunas veces, por extrema necesidad; lo segundo, siempre, por la peor de la crueldades. Nunca lo hemos visto todo, a veces parece que sólo estemos viendo el principio: curiosamente en quienes deberían estar disfrutando del final.

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