Nosotros, los espectadores
Hemos cambiado la experiencia del mundo real por imágenes, lo que lleva a una actitud pasiva
Contaba el astronauta John Glenn, el primer ser humano que orbitó la Tierra después de Yuri Gagarin y Gherman Titov, que cuando contempló la imagen del planeta desde el espacio por primera vez, sufrió una enorme decepción. En lugar del éxtasis ante lo desconocido que esperaba, su impresión fue la de que aquel espectáculo de continentes y océanos moviéndose bajo sus pies ya lo había visto antes. Nada raro si se tiene en cuenta que, durante años, había estado sometido a cientos de imágenes parecidas en las máquinas simuladoras con las que se había preparado para el viaje.
Salvando las dis...
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Contaba el astronauta John Glenn, el primer ser humano que orbitó la Tierra después de Yuri Gagarin y Gherman Titov, que cuando contempló la imagen del planeta desde el espacio por primera vez, sufrió una enorme decepción. En lugar del éxtasis ante lo desconocido que esperaba, su impresión fue la de que aquel espectáculo de continentes y océanos moviéndose bajo sus pies ya lo había visto antes. Nada raro si se tiene en cuenta que, durante años, había estado sometido a cientos de imágenes parecidas en las máquinas simuladoras con las que se había preparado para el viaje.
Salvando las distancias, algo semejante me ocurrió en el verano de 2019 cuando empezaron a aparecer en los medios las imágenes de los incendios del Círculo Polar Ártico y Australia. A pesar de comprender la magnitud de la tragedia, mi respuesta fue de tranquila aceptación, como si aquellas llamas quemando los magníficos bosques boreales de Groenlandia y Siberia las hubiera observado mil veces.
Si se tiene en cuenta que llevamos décadas presenciando, en las incontables películas de catástrofes que se estrenan al año, escenas del planeta devastado por incendios, plagas, apocalipsis zombis o invasiones alienígenas, la imagen del mundo desmoronándose ante nuestros ojos resulta bastante familiar. En casi todos estos filmes, por otra parte, hay un héroe que acaba resolviéndolo todo, así que quedarse tranquilamente presenciando el desastre, no parece una opción tan descabellada.
Ser consciente de que mi actitud podía ser explicada no sirvió para consolarme, sino que tuve la desagradable intuición de que mis emociones presentaban algún tipo de fallo.
El sentimiento quedó en la retaguardia, como pasa a veces con aquello que no acabamos de comprender, hasta que unos meses después volví a ver Melancholia de Lars von Trier. En esta película apocalíptica, dos hermanas, con conflictos sin resolver, se reúnen en la casa de una de ellas mientras el planeta Melancholia avanza hacia la Tierra en la que, resulta ser, una colisión inevitable.
El visionado me produjo una angustia extrema. La imagen de las hermanas admirando el planeta que va a acabar con toda la vida conocida me conmocionó: “Somos nosotros”, me dije, “las dos hermanas somos nosotros observando tranquilamente cómo el mundo se hunde a nuestros pies”.
Si pienso en nuestra falta de reacción ante las catástrofes más recientes: los incendios masivos, que parecen haber vuelto con fuerza, esta vez en la costa oeste de Estados Unidos, la tragedia de los refugiados, la amenaza de una nueva crisis económica o la pandemia, se me ocurre que la película de Von Trier puede leerse como una metáfora de nuestra pasividad ante lo real. Como sociedad estamos sumidos en la melancolía, ese estado de ánimo en el que la tristeza, en lugar de servir de acicate para un análisis profundo, o un plan de acción, nos conduce a la contemplación impasible de unos acontecimientos que juzgamos inevitables.
Mucho me temo que, como propuso Guy Debord, nuestra experiencia se ha espectacularizado. Sostenía el filósofo francés, en su libro La sociedad del espectáculo, que en las sociedades contemporáneas “el mundo real se cambia por las imágenes que se convierten en seres reales y en las motivaciones de un comportamiento hipnótico” y, añadía: “La actitud que exige el espectáculo es la de la aceptación pasiva”. Nuestro problema, entonces, el de nosotros, los espectadores, es que no somos capaces de actuar porque lo irreal ha ocupado el lugar de lo real.
Hace unas semanas visitábamos a unos amigos que tienen dos niñas de 11 y 12 años. La más pequeña le comentaba llorosa a la otra que una de sus compañeras de clase le había dicho que no podía quedar con ella porque tenía ya muchos amigos y no le daba tiempo. “Pero qué más te da”, le respondió la mayor, “ella tiene 50 followers en Instagram, y tú, 130”. “Es verdad”, replicó la de 11 años, y su rostro pasó de la tristeza a una sonrisa plácida. Acto seguido, las dos hermanas volvieron a teclear sus móviles con total tranquilidad.
Tal vez, como decía Debord, el espectáculo no es ya un suplemento de la realidad, sino que se ha convertido en el corazón irreal de la sociedad real. Y quizá, para deshacer este asalto, que tiene cautivas nuestras conciencias, necesitemos metáforas nuevas que tengan el poder de desautomatizar nuestras reacciones y enfrentarnos con lo que sucede, con toda la angustia y el sufrimiento que eso pueda ocasionarnos. O puede que haya llegado la hora de apagar la simulación.
Pilar Fraile es escritora. Su última novela publicada lleva por título Días de euforia (Alianza Editorial).