Tribuna

La tragedia americana

Solo con una estrepitosa derrota de Trump se podría pensar que todo lo vivido en los últimos cuatro años ha sido una simple pesadilla. Cualquier otro desenlace aboca a una larga y peligrosa crisis

Cuando la democracia más sólida del mundo, que al mismo tiempo es el país más poderoso y de mayor influencia política y social, se encuentra en peligro, todas las otras democracias del planeta tienen serios motivos de preocupación, y todas las tiranías y regímenes totalitarios, razones para celebrar. Esta es, por increíble que resulte, la tragedia a la que nos enfrentamos en estos momentos.

Cada uno de los pilares sobre los que se asienta la democracia norteamericana han sido socavados desde 2016. El último de ellos podría acabar siendo el Tribunal Supremo, garante de la Constitución y ...

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Cuando la democracia más sólida del mundo, que al mismo tiempo es el país más poderoso y de mayor influencia política y social, se encuentra en peligro, todas las otras democracias del planeta tienen serios motivos de preocupación, y todas las tiranías y regímenes totalitarios, razones para celebrar. Esta es, por increíble que resulte, la tragedia a la que nos enfrentamos en estos momentos.

Cada uno de los pilares sobre los que se asienta la democracia norteamericana han sido socavados desde 2016. El último de ellos podría acabar siendo el Tribunal Supremo, garante de la Constitución y del equilibrio ideológico del sistema, si, como se observa, se convierte en un nuevo frente de lucha política por culpa de la falta de escrúpulos de Donald Trump. El mismo que ya ha hundido en el fango la autoridad de la presidencia, que hasta en los peores tiempos había conseguido conservar una mística que le permitía sobreponerse al fracaso de algunos de sus ocupantes. En el camino, se ha derrumbado el crédito del Congreso, anulado por el sectarismo ciego de los partidos, especialmente por la conversión del Partido Republicano en un mero instrumento para satisfacer las necesidades políticas y los caprichos del caudillo instalado en la Casa Blanca. Y el cuarto poder, los medios de comunicación, apenas levantan la voz sobre la cascada de falsedades y el activismo periodístico bajo el que están enterrados.

Cabe una esperanza de que este escenario desolador empiece a enmendarse el próximo 3 de noviembre, cuando se celebren las elecciones de un nuevo presidente y de una porción del Congreso. El candidato demócrata, Joe Biden, es un hombre prudente y experimentado en quien a priori se puede confiar para conducir la reconstrucción política y moral que el país requiere. Y el Partido Demócrata, pese a haber sido desbordado este último tiempo en ocasiones por algunos elementos radicales, sigue siendo esencialmente un refugio de centro o centroizquierda del que cabe esperar una política liberal y moderada.

En condiciones normales sólo sería necesario aguantar un mes más para que pase esta pesadilla. Pero estas no son condiciones normales, y la pesadilla puede prolongarse mucho más allá del 3 de noviembre. En primer lugar, Trump puede volver a ganar las elecciones. De acuerdo a la media de encuestas que elabora diariamente la página web Real Clear Politics, la ventaja de Biden es de 6,5 puntos en el conjunto de la nación, lo que, de acuerdo al complejo sistema electoral norteamericano, podría estar en el límite de lo que el candidato demócrata necesita para ser elegido presidente. El especialista Nate Silver ha calculado que, por debajo de cinco puntos de ventaja, Biden corre un alto riesgo de perder la presidencia, pese a ganar la votación popular, como ya le ocurrió hace cuatro años a Hillary Clinton. En esta ocasión, si la participación es alta, Biden puede ganar por cinco o seis millones de votos y aun así no ser elegido presidente. En la media docena de Estados en los que se decidirá el resultado final, la ventaja del candidato demócrata es tan sólo de 3,8 puntos, según Real Clear Politics, y ha ido menguando en las últimas semanas.

Se añade a esa incertidumbre la complejidad de votar en medio de una pandemia, lo que va a incrementar el voto por correo hasta por lo menos el doble de lo habitual. Con ello, crece también mucho la dificultad para designar un vencedor la misma noche electoral. Se vislumbra, por tanto, el panorama de varios días o semanas sin que sea posible declarar un presidente, lo que puede desembocar en una disputa por el resultado que tenga que resolver en última instancia el Tribunal Supremo, donde para entonces Trump habrá conseguido incorporar a un juez favorable o bien se encontrará ante un endiablado empate entre cuatro jueces conservadores y cuatro progresistas.

El Supremo ya tuvo que decidir en 2000 la elección entre George Bush y Al Gore, pero la incertidumbre estaba entonces circunscrita a un Estado y, sobre todo, el país no estaba expuesto a la dramática polarización que hoy sufre ni había sido escenario continuado de manifestaciones y enfrentamientos políticos callejeros que han provocado este verano cuatro muertos. Las protestas y los desórdenes promovidos por el movimiento Black Lives Matter, aunque con menos fuerza, se suceden aún en ciertas ciudades, en algunos casos con intimidaciones de parte de los manifestantes contra quienes no se suman a su causa, y en ocasiones también con el despliegue de grupos armados de signo contrario que dan lugar a escenas de enorme tensión e inquietud. La crisis política coincide con un polvorín en las calles, constantemente alimentado por Trump, pero que está perjudicando más electoralmente a los demócratas por su falta de contundencia en la descalificación de la violencia aparecida en algunas protestas. El mensaje de ley y orden del presidente está calando en una sociedad que asiste a diario al deterioro de la convivencia y que padece, al mismo tiempo, la extrema corrección política de la izquierda.

No parece sencillo revertir esta situación por una simple votación. Sólo si ésta ofreciera un resultado abrumador, una estrepitosa derrota de Trump, podríamos pensar que todo lo vivido en los últimos cuatro años ha sido una simple pesadilla. Pero cualquier otro desenlace nos aboca a una larga y peligrosa crisis. Trump no va a entregar el cargo fácilmente. Si no ha tenido escrúpulos para dinamitar su partido y destruir a cada una de las personas o instituciones que le han hecho frente, ¿por qué habría de tenerlos para deslegitimar también la voluntad popular expresada en las urnas? Y si la conclusión a todo esto es la toma de posesión el 20 de enero de un presidente, cualquiera de los dos que sea, que no es reconocido legítimamente por el 30% o el 40% de los norteamericanos, ¿de qué habrán servido las elecciones? Y ¿qué será de la democracia estadounidense? Y ¿qué será de la democracia occidental o de la democracia a secas?

Es mucho lo que está en juego. Si Estados Unidos es incapaz de desarrollar un sistema eficaz de garantías democráticas, habrá luz verde para toda clase de totalitarismos o tendencias iliberales. Si el gran referente fracasa, si EE UU pierde la legitimidad para actuar internacionalmente como ejemplo, cada país se sentirá autorizado a buscar su propio modelo y los oportunistas e iluminados que hoy ya habitan entre nosotros se multiplicarán por millares.

Afortunadamente, son muchos en Estados Unidos quienes comparten las amenazas existentes y los peligros que se avecinan y están actuando para combatirlos. Pero, al mismo tiempo, una democracia no dispone de recursos mágicos para derrotar a sus enemigos. En realidad, no posee más que el instrumento de la ley, que es difícil de administrar cuando los principales responsables de su ejecución son los mismos que la utilizan y la acomodan a sus propias y miserables necesidades.

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