Desenterrar el futuro
El acto de protesta de los misak no es un acto vandálico, sino un cuestionamiento profundo de los fundamentos racistas y excluyentes sobre los que se ha asentado la idea actual de la nación colombiana
Las imágenes de los indígenas misak derribando la estatua del conquistador Sebastián de Belalcázar en Popayán, mi ciudad natal en el suroccidente de Colombia, han sido replicadas por diversos medios internacionales en los últimos días. El acto de protesta simbólica ha provocado reacciones tan variadas como predecibles, desde el apoyo a la reivindicación anticolonial de los indígenas hasta las clásicas pataletas por el honor hispánico mancillado.
Precisamente, uno de los argumentos más repetidos en los últimos días por parte de políticos, periodistas y opinadores profesionales que conden...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Las imágenes de los indígenas misak derribando la estatua del conquistador Sebastián de Belalcázar en Popayán, mi ciudad natal en el suroccidente de Colombia, han sido replicadas por diversos medios internacionales en los últimos días. El acto de protesta simbólica ha provocado reacciones tan variadas como predecibles, desde el apoyo a la reivindicación anticolonial de los indígenas hasta las clásicas pataletas por el honor hispánico mancillado.
Precisamente, uno de los argumentos más repetidos en los últimos días por parte de políticos, periodistas y opinadores profesionales que condenaron el performance misak es que la estatua de este conquistador —uno de los más sanguinarios si hacemos caso a las propias crónicas y documentos coloniales— representa los valores de una población predominantemente “mestiza”. Casi nadie se ha atrevido a utilizar la palabra “blanco” para describir a esas mayorías. Sin embargo, es evidente que el uso y abuso de la palabra “mestizo” tiene aquí un carácter marcadamente ideológico. Mestizo en este caso no significa mezcla, multiplicidad de herencias, reconocimiento de una complejidad histórica, sino que alude a la peculiar condición de una nación que, pese a estar obligada a reconocer con vergüenza un oscuro origen indígena o negro, avanza con paso firme hacia el prometido horizonte del blanqueamiento. Mestizo es, según esta escurridiza denominación, un aspirante a blanco. Y más allá de lo que pueda parecer, estas cuestiones atraviesan el espectro ideológico y no son exclusivas del conservadurismo rancio.
Mi propio padre, un hombre admirable que militara buena parte de su vida en la izquierda radical, ha repetido estos mismos argumentos de vencedores y vencidos, de mestizos vs. indígenas; mi padre, que tiene la piel pálida, pero cuya madre y casi todos sus hermanos, sobrinos o primos, son mulatos de piel oscura. En otras palabras, como sucede en todas las familias plebeyas de la región grancaucana, las fotografías de nuestros álbumes cubren una buena gama de la paleta cromática del pantone y allí los pálidos no somos blancos sino “monos”, otro de esos embrollos semánticos del racismo criollo. Vale decir que las ansiedades raciales nos asedian a todos en un mundo donde el supremacismo se disfraza de muchos colores y peor aún en nuestros países, donde el trauma de la blanquitud va envuelto en hojas de plátano, como los tamales. “El origen es su pecado original”, dice el poeta A.R. Ammons.
Pese a todo, las razones de este uso ideológico del mestizaje entendido como blanqueamiento no hay que buscarlas en los núcleos familiares o en unos códigos de moral individual, sino en la manera en que la historia de la colonia y el capitalismo moderno constituyeron nuestra visión del mundo. En el caso colombiano, esta historia es inseparable de los imaginarios hispánicos con los que se consolidó un proyecto de nación conservadora, ultracatólica y semifeudal a finales del siglo XIX, dentro de una era conocida como La Regeneración. Bajo el liderazgo de un grupo de intelectuales conservadores y gramáticos, se implantó en el país un régimen excluyente basado en la pureza idiomática como modelo de corrección de una barbarie supuestamente congénita –La Academia de la Lengua colombiana es la más antigua del continente, fundada en 1871-. Otro factor determinante de este proyecto político fue un batiburrillo de ideas acerca de la raza nacional donde se mezclaban los viejos complejos antisemitas de España, el grotesco legado de los cuadros de castas y las modas eugenésicas de la época. Digamos que el pecado no era tanto ser indio o negro sino negarse a dejar de serlo. El pecado era resistirse a la imparable “evolución” racial. De ahí que el mestizaje adquiriera paulatinamente su significado actual y acabara ligado a la posibilidad de acceder a unos derechos conexos a la obtención de la ciudadanía en la república. Todavía hoy, en los reproches contra los misak que derribaron la estatua del conquistador, resuena la idea de que los indígenas no son ciudadanos. Son, meramente, “indios”, en contraposición a un nosotros abstracto que asocia los conceptos de nación y mestizaje blancoide.
El acto de protesta de los misak no es un irrespeto, no es un acto vandálico irracional perpetrado por un conjunto de “bárbaros”: es un cuestionamiento profundo de los fundamentos racistas y excluyentes sobre los que se ha asentado la idea actual de la nación colombiana y una invitación para discutir qué queremos ser en el futuro: unos tristes aspirantes a blancos o un pueblo que asume con valentía y originalidad sus múltiples herencias. Una nación de mestizos supremacistas, de rednecks morenos, o una república plebeya de iguales que habitan su diferencia constitutiva.
Por lo pronto, la caída del monumento nos ha permitido ver el lugar donde se encontraba erigido, que no es ningún “morro”, ni un montículo natural: se trata de una antigua pirámide construida para usos ceremoniales hace muchos siglos por el pueblo pubenense. A la espera de que se reanuden las labores arqueológicas en la zona, interrumpidas en los años 50 del pasado siglo, solo nos queda recordar que parte importante del futuro de América Latina sigue pendiente de ser desenterrado.
Los monumentos que ensalzan la conquista no celebran la historia, mucho menos la nuestra. Esas estatuas ecuestres a duras penas disimulan la complejidad bajo una caricatura de heroísmo épico y su caída de los pedestales, la necesidad de trasladar esas imágenes a un museo de las representaciones caducas, es un motivo de felicidad.
¡Larga vida al pueblo Misak, al pueblo Nasa y a todo el movimiento indígena del Cauca!