Volver a pensar el espíritu europeo
¿Qué es lo que nos une? ¿Unos valores comunes? ¿Una historia común? ¿Somos más que la suma de nuestras partes? Los viejos ideales vuelven a estar amenazados: hace falta decidir otra vez quiénes somos
En El mundo de ayer, Stefan Zweig recuerda el optimismo de los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial, cuando el aviador francés Louis Blériot hizo el primer vuelo a través del Canal de la Mancha: “En Viena sentimos un júbilo como si fuera nuestro propio héroe nacional”, recuerda. Los “triunfos de la tecnología y la ciencia, que se sucedían hora tras hora, habían construido por primera vez un sentimiento europeo de comunidad, una identidad europea. Qué inútiles eran las fronteras, nos decíamos, si cruzarlas era un juego de niños para cualquier avión”.
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En El mundo de ayer, Stefan Zweig recuerda el optimismo de los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial, cuando el aviador francés Louis Blériot hizo el primer vuelo a través del Canal de la Mancha: “En Viena sentimos un júbilo como si fuera nuestro propio héroe nacional”, recuerda. Los “triunfos de la tecnología y la ciencia, que se sucedían hora tras hora, habían construido por primera vez un sentimiento europeo de comunidad, una identidad europea. Qué inútiles eran las fronteras, nos decíamos, si cruzarlas era un juego de niños para cualquier avión”.
Como es natural, Zweig estaba haciendo memoria —no sin nostalgia— desde la perspectiva de 1941, mucho tiempo después de que la ilusión de una cultura europea desapareciera en los campos de batalla de Flandes y Polonia, y un año antes de suicidarse, cuando el fascismo había vuelto a hacer añicos su ideal de Europa.
A partir de 1945 se puso en marcha el proyecto europeo para reconstruir el “sentimiento europeo de comunidad” que Zweig había visto destruido, pero esta vez basado en valores democráticos y en el reconocimiento de una necesidad de paz en Europa que tenía sus raíces en el recuerdo de dos guerras mundiales.
En este proyecto, la idea de un “espíritu europeo” estaba estrechamente unida a la gran cultura, al legado de Leonardo, Shakespeare, Rembrandt y Beethoven, lo más preciado que tenía Europa para diferenciarse y abrirse paso entre Estados Unidos, al oeste, con su cultura comercial de masas, y el bloque soviético en su frontera oriental. No había un símbolo mejor de la cultura europea que el Himno a la alegría de Beethoven, el glorioso final coral de la Novena sinfonía en honor de la libertad y la fraternidad, que se convirtió en himno oficial de la Unión Europea. Hoy esos ideales vuelven a estar amenazados.
La UE tiene dificultades políticas para hacer frente a los desafíos coincidentes del cambio climático, la globalización y la crisis migratoria, mientras las fuerzas nacionalistas logran que los electores se alejen de la Unión. En Hungría y Polonia, los votantes han hecho posible la implantación de una forma casi fascista de gobierno autoritario incompatible con los principios de la UE.
Si queremos que “Europa” sobreviva, ¿tenemos que decidir lo que significa ser “europeo”? ¿Qué es lo que nos une? ¿Unos valores comunes? ¿Una historia común? ¿Somos más que la suma de nuestras partes?
Zweig escribía sobre un mundo europeo anterior a la Primera Guerra Mundial (su “mundo de seguridad”), cuando “la gente creía tan poco en la posibilidad de una recaída en la barbarie —por ejemplo, una guerra entre los pueblos de Europa— como en brujas y fantasmas”. Su optimismo se basaba en la paz y el progreso logrados en el siglo XIX, cuando Europa estaba unida por una cultura común que se había extendido por todo el continente gracias al ferrocarril, las tiradas de imprenta baratas y masivas y la economía de mercado.
En 1900 se leían los mismos libros, se reproducían los mismos cuadros, se interpretaba la misma música en las casas y en las salas de conciertos y se representaban las mismas óperas en los grandes teatros de toda Europa, y sus canciones se popularizaban en las salas de espectáculos, los cafés y las calles donde las interpretaban los organilleros. En aquella época, antes de que llegara el gramófono, no había mucha diferencia entre la cultura “elevada” y la “popular”.
A medida que el tráfico cultural y los intercambios de ideas entre las naciones alimentaban formas híbridas más ricas, se formó en todas las artes una “escuela europea”. “En un libro de esa época”, escribió Paul Valéry sobre la cultura europea inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, “no es difícil encontrar influencias del ballet ruso, un atisbo de la melancolía de Pascal, numerosas impresiones al estilo de Goncourt, algo de Nietzsche, algo de Rimbaud, algunos efectos derivados de la familiaridad con los pintores impresionistas y, en ocasiones, cierto tono de publicación científica, ¡todo ello sazonado con algo indefiniblemente británico!”.
La creación de esa “cultura europea” es el tema de mi libro Los europeos. Tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita. Su argumento transcurre en torno a tres inventos fundamentales del siglo XIX que permitieron que se desarrollara esa cultura en todo el continente y a gran escala. En Europa existía una cultura internacional, al menos, desde el Renacimiento, pero estaba circunscrita a las élites y sus estrechas redes de contactos en el continente. El ferrocarril, la impresión barata y masiva y la difusión de los derechos de autor internacionales fueron los factores que permitieron que se propagara a todos los estratos sociales una cultura paneuropea.
El ferrocarril permitió que los artistas y sus obras circularan con más facilidad por el continente. Abrió nuevos mercados para su trabajo y dio paso a la era moderna de los viajes populares al extranjero, que hicieron que muchos más europeos fueran conscientes de lo que tenían en común, puesto que les permitieron descubrir su “europeidad”, los principios que compartían con otros pueblos de Europa, por encima de sus respectivas nacionalidades.
La impresión masiva y barata, gracias a las técnicas de litografía modernas, facilitó que los artistas y sus editores llegaran a un público internacional más amplio. El aumento de la alfabetización y la demanda creciente de libros, partituras y grabados por parte de la clase media apuntalaron los beneficios de esa revolución en la impresión, al mismo tiempo que las grandes tiradas bajaban los precios.
La generalización de los derechos de autor internacionales —uno de los logros más importantes y desconocidos del siglo XIX— permitió que los artistas, escritores y compositores obtuvieran ingresos estables de la reproducción de sus obras y convirtió las obras artísticas en una forma de capital que podían aprovechar los artistas y sus editores. Proporcionó a los editores un incentivo para invertir durante más tiempo en una obra de arte y abrir sucursales en otros países con el fin de recaudar los derechos extranjeros. El Convenio de Berna de 1886, la carta fundacional de los derechos de autor modernos en el ámbito internacional, consolidó la globalización de la producción artística en el siglo XX.
Esas fuerzas del mercado facilitaron la formación de un canon europeo. A medida que se abarataba y crecía el mercado de libros, reproducciones artísticas y partituras, a los editores les era más rentable centrarse en hacer tiradas masivas de las obras de más éxito y de eficacia comprobada. También en el teatro se vio la influencia del ferrocarril; los trenes podían transportar a más público que en la época de los carruajes, por lo que empezaron a construirse teatros más grandes y a prolongarse las representaciones de las obras de más éxito. En el siglo XVIII, la inmensa mayoría de las óperas se representaban durante una temporada y no volvían a repetirse. A finales del XIX, en cambio, varias óperas, como el Fausto de Gounod o el Rigoletto de Verdi, se representaban varios cientos de veces, temporada tras temporada, en los principales teatros de Europa.
Como es natural, hubo una reacción nacionalista contra esta normalización europea. Los que atribuían las virtudes supremas al carácter nacional la criticaban y se preguntaban si todas las artes iban a acabar siendo iguales. Esa preocupación se expresó sonoramente en Francia a principios del siglo XX, coincidiendo con una avalancha de novelas traducidas que inundó el mercado francés del libro. “Verdaderamente nos han invadido, de todas partes a la vez”, escribió un crítico. “Si no estamos atentos, pronto no quedará nada de la literatura francesa”. Hubo respuestas similares en todo el continente. En la mayoría de ellos, la apertura de los países a las corrientes internacionales fue acompañada de una reacción nacionalista en las artes y la política.
El nacionalismo político se extendió en los últimos decenios del siglo XIX. Era diferente del nacionalismo desarrollado antes de 1848 —el año de las revoluciones democráticas en toda Europa—, en el que la defensa de los derechos lingüísticos, las libertades culturales y las libertades políticas había creado un movimiento más integrador que las formas de construcción nacional con criterios étnicos que introdujeron los nacionalistas posteriores.
Los nacionalistas también utilizaron las fuerzas tecnológicas que habían hecho posible el creciente cosmopolitismo cultural en Europa: el abaratamiento de la imprenta para difundir el canon patriótico y el ferrocarril para trasladar ejércitos al frente, como hicieron Bismarck y sus generales en la guerra franco-prusiana. Lo mismo que harían posteriormente los ejércitos combatientes en la Primera Guerra Mundial.
“Ahora, después de que una gran tormenta lo destruyera hace tiempo”, escribió Zweig en 1941, “por lo menos sabemos que nuestro mundo de seguridad era una entelequia”. Y ahora, todavía más. Sabemos que las nuevas tecnologías y los rápidos cambios culturales y económicos son más propicios a desunir que a unir naciones. La globalización no solo contribuye a reducir las diferencias culturales entre los países (“hoy en día todos los sitios son iguales”, dicen muchos turistas agotados), sino que incrementa los miedos nacionales, regionales y de clase a salir perdiendo con esos cambios (perder el trabajo por las nuevas tecnologías y la mano de obra más barata en Asia, quedarse fuera de determinados mercados, etcétera), unos cambios que nuestros Gobiernos no pueden controlar porque estamos, todos, en manos de las grandes multinacionales tecnológicas. En ese sentido, al menos, sí estamos unidos.
¿Qué puede hacer Europa para mantenerse en pie en esta cultura globalizada? ¿Qué queda de nuestra identidad cultural europea en este mundo?
El Himno a la alegría es un símbolo inspirador de la unidad europea. Fue muy apropiado que se utilizara para celebrar la caída del Muro de Berlín en el concierto del día de Navidad de 1989; su melodía esperanzada, un antídoto contra el nacionalismo, puede agitar nuestras mejores emociones internacionales (también se oyó con fuerza en el mitin de la victoria electoral del presidente Macron cuando derrotó a Marine Le Pen en 2017). Pero el legado cultural que representa ese coro es demasiado elitista y pertenece a un pasado demasiado remoto como para que tenga verdadero significado para la mayoría de los ciudadanos europeos, que seguramente se identifican mucho más con Beyoncé que con Beethoven.
La vieja cultura de Europa, con sus ciudades y pueblos antiguos, sus catedrales, sus palacios, sus universidades y sus museos, atrae a decenas de millones de turistas cada año. En parte llegan en busca de una lista de monumentos que tienen que ir descartando de la lista de cosas que toda persona “civilizada debe ’hacer”. Es la cultura como adquisición, como producto, una industria en la que la marca europea está muy cotizada.
Sin embargo, para sobrevivir unida, Europa no puede ser solo un destino turístico ni solo un mercado. Necesita una identidad política, como bien dijo Macron en una entrevista reciente en The Economist. Tiene que defender la autonomía del espacio europeo para proteger los intereses de sus ciudadanos, es decir, cobrar impuestos a las grandes tecnológicas y poner fin a sus paraísos fiscales; regular los sectores económicos para proteger los derechos de los trabajadores y los derechos de autor internacionales; aprobar nuevas leyes de ámbito europeo para interrumpir el debilitamiento de las democracias por la desinformación en las redes sociales; hacer respetar las normas de la UE relacionadas con el cambio climático, la crisis migratoria, la igualdad de género, los derechos de las minorías, etcétera. Estos son principios europeos —todos tienen su origen en los grandes ideales de libertad, igualdad y fraternidad— y debemos defenderlos.
¿Qué lecciones podemos aprender del “mundo de ayer”, de los grandes avances de la civilización europea en el siglo XIX? Los europeos hemos perdido nuestra confianza, nuestra fe en los valores de esa civilización. El propio término “civilización europea”, como otro concepto relacionado con ella, “Ilustración”, está desprestigiado. Para algunos es prácticamente sinónimo de “colonialismo”, “hombres blancos muertos” e incluso “supremacía blanca”. Ha desaparecido del debate público porque otros temen ser objeto de escarnio e incluso perder el trabajo si lo utilizan.
Esta corrección política se basa en una visión parcial de la historia. En el siglo XIX hubo muchos hombres y mujeres que defendieron los ideales de la civilización europea, no como una forma de dominación de Europa sobre sus colonias, sino como una fuerza progresista y cosmopolita y como el más amplio intercambio cultural entre “civilizaciones”. Pensaban que Europa era una cultura híbrida, enriquecida por influencias externas como los mongoles en Rusia y los árabes en España.
Estos dos grupos fueron objeto de estudio detallado por Louis Viardot, socialista republicano, periodista, experto en arte y traductor, que protagoniza mi libro junto con su mujer, Pauline Viardot, más famosa, magnífica cantante y compositora, y el escritor Iván Turguénev, con quien los Viardot mantuvieron una larga relación, un ménage à trois. Su ejemplo es un oportuno recordatorio del papel progresista que puede desempeñar la civilización europea como fuerza incluyente y abierta.
Turguénev y los Viardot eran cosmopolitas, capaces de vivir en cualquier lugar del territorio europeo —siempre que no ofendiera a sus valores democráticos— sin perder en absoluto su nacionalidad. La máxima de Edmund Burke —que “ningún europeo puede sentirse enteramente exiliado en ningún lugar de Europa”— parece creada para ellos.
¿Sigue teniendo validez esa frase? Espero que sí. Con nuestros pasaportes de la UE viajamos más por dentro de Europa y nos sentimos más conectados a otros países europeos, aunque solo sea porque compartimos un mismo estilo de vida que incluye restaurantes, cafés, tiendas, espectáculos y placeres. Somos cada vez más los que vivimos y trabajamos en un país distinto al nuestro, en el que tenemos nuestra casa y educamos a nuestros hijos para que sean ciudadanos europeos. Es posible que esa “Europa del pasaporte” no sea un “hogar”. Muchos prefieren seguir identificándose con su tierra natal, la comida que conocen y los programas de televisión de toda la vida que con un documento de identidad internacional. Pero sí es un santuario en el que refugiarse en tiempos difíciles, y debemos proteger sus valores europeos.
Orlando Figes es historiador. Ha publicado recientemente Los europeos. Tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita (Taurus).
© Orlando Figes, 2020.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.