La lógica de la ‘matrioshka’
En la partida entre Minsk, Moscú y Bruselas, ¿habrá un gorrión que devore a la cucaracha como en el cuento de Kornéi Chukovski?
Con el despertar de la sociedad bielorrusa tras el coma político, ha pasado lo contrario que en La Metamorfosis de Kafka: no han sido los Gregor Samsa quienes una mañana se han descubierto transformados en bicho, sino que le han visto las patas y el caparazón a su gobernante. (Por cierto, en la última novela de Ian McEwan, en pleno Brexit y pandemia europea de populismos, una cucaracha amanece con cuerpo de primer ministro británico). Entre la oposición, a Lukashenko, empecinado en anclar su país a un orden neosoviético durante el último cuarto de siglo, se le apoda “cucaracha bigotuda”...
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Con el despertar de la sociedad bielorrusa tras el coma político, ha pasado lo contrario que en La Metamorfosis de Kafka: no han sido los Gregor Samsa quienes una mañana se han descubierto transformados en bicho, sino que le han visto las patas y el caparazón a su gobernante. (Por cierto, en la última novela de Ian McEwan, en pleno Brexit y pandemia europea de populismos, una cucaracha amanece con cuerpo de primer ministro británico). Entre la oposición, a Lukashenko, empecinado en anclar su país a un orden neosoviético durante el último cuarto de siglo, se le apoda “cucaracha bigotuda”. Fue el bloguero Serguéi Tijanovski, en cuyo canal de YouTube subía entrevistas a conciudadanos hartos, quien popularizó la consigna “Paremos a la cucaracha”, en alusión a un cuento infantil protagonizado por ese insecto del queridísimo autor ruso Kornéi Chukovski, una sátira contra la tiranía que más tarde se leyó contra Stalin. Tijanovski fue detenido, y su candidatura, rechazada. Su esposa, animada por simpatizantes, dio un paso al frente. Lukashenko creyó que una mujer no era rival. Autorizar ese duelo en las urnas serviría, además, para dar apariencia de pluralidad. Pero, tras años de estancamiento económico y descontento social, sumados al negacionismo del dirigente frente al coronavirus —su remedio: sauna y vodka—, el guion se trastocó cuando el coraje cívico se propagó ante su victoria “incontestable”, considerada un pucherazo. Un amplio sector de la ciudadanía, conectado por Telegram aun con censura y apagones de Internet, se echó a las calles. ¿Sus reclamaciones? Democracia real, liberación de disidentes, fin de la violencia. Su resistencia “líquida” —proactivos, sin líderes claros, al modo de las protestas hongkonesas— ha sobrepasado a la nomenklatura, cuya reacción sigue el viejo patrón dictatorial: violencia aleatoria y aparato represor. Como la actual ofensiva judicial contra el Consejo de Coordinación opositor.
En la partida entre Minsk, Moscú y Bruselas, ¿habrá un gorrión que devore a la cucaracha como en el cuento de Chukovski? La UE, al no reconocer los resultados de las elecciones bielorrusas, no ha exigido unas nuevas, midiendo sus palabras. Saben que, después de la Revolución Naranja en Ucrania, Rusia no aceptará injerencias occidentales, como señala Catherine Belton en Putin’s People sobre la esfera de influencia que persigue el Kremlin en su particular “Make Russia Great Again”. Putin y Lukashenko hablan un idioma similar, no el de Bruselas. Mientras los últimos apelan a valores democráticos, Moscú responde que hay una lucha por el espacio postsoviético. El antiguo imperio concibe en clave de subordinación la relación con sus vecinos. Impera la lógica de la matrioshka: la muñeca mayor, Rusia, pretende albergar otras pequeñas. Para encajar, eso sí, han de tener su misma forma. @Marta_Rebon