Columna

La corona mágica

Tanto monárquicos como republicanos contemplan la discusión en términos dicotómicos en lugar de abrirse a terceras vías: ¿por qué no otra corona, una más ajustada a su tiempo?

La reina Letizia, la princesa Sofía, el rey Felipe VI, el rey emérito Juan Carlos I, la princesa Leonor y la reina Sofía en Palma de Mallorca, tras la misa de Pascua en abril de 2018.CARLOS ALVAREZ (WireImage)

Érase una vez un país que tenía una corona mágica. La mitad de sus habitantes, llamados monárquicos, sólo podían ver una parte de la misteriosa aureola que adornaba la testa del jefe del Estado: una luz blanca que irradiaba estabilidad a todo el sistema político. La otra mitad de los ciudadanos, conocidos como republicanos, sólo percibían la oscura fuerza que emanaba de ella, la injusticia de que sólo una familia pudiera ponerse la corona. Porque tanto monárquicos como republicanos contemplan la discusión en términos dicotómicos —Corona sí o no— en lugar de abrirse a terceras vías: ¿Por qué no...

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Érase una vez un país que tenía una corona mágica. La mitad de sus habitantes, llamados monárquicos, sólo podían ver una parte de la misteriosa aureola que adornaba la testa del jefe del Estado: una luz blanca que irradiaba estabilidad a todo el sistema político. La otra mitad de los ciudadanos, conocidos como republicanos, sólo percibían la oscura fuerza que emanaba de ella, la injusticia de que sólo una familia pudiera ponerse la corona. Porque tanto monárquicos como republicanos contemplan la discusión en términos dicotómicos —Corona sí o no— en lugar de abrirse a terceras vías: ¿Por qué no otra corona, una más ajustada a su tiempo?

La necesidad de adaptarse a los tiempos es compartida incluso por la monarca más longeva, y de más rancio abolengo, del mundo, la reina Isabel II de Inglaterra. Ya en 1997, en el discurso conmemorativo de su 50º aniversario de boda, dijo que, aunque parece existir un abismo entre la monarquía hereditaria y un gobierno electo, en realidad la diferencia no es tan grande. Ambas se complementan y existen sólo gracias al consentimiento del pueblo. Para el primer ministro el consentimiento se expresa a través de las urnas, a veces de forma brutal, pero el mensaje es claro. Para la familia real, continuó Isabel II, el mensaje de los ciudadanos es más difícil de leer, enterrado por la deferencia y los súbitos cambios de opinión pública, “pero debemos leerlo”.

Felipe VI, y los próceres de la nación, deberían tomar nota de esta sabia admonición, porque como los Windsor, los Borbones encadenan ya varios annus horribilis. Pero, si los monárquicos pasan por alto que los reyes derivan su legitimidad del pueblo y no de la mera costumbre, los republicanos olvidan que lo relevante no es si nos gusta la monarquía, sino cuál es la alternativa factible.

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En la práctica, ninguna otra forma de jefatura del Estado ofrece mejores garantías para preservar los derechos democráticos que una monarquía parlamentaria. Las repúblicas son atractivas, pero no dan las mismas prestaciones. El sustituto de un rey constitucional puede ser un ángel meritocrático, pero también un sátrapa inconstitucional.

Eso sin contar el proceso de elección del presidente: ¿se imaginan ustedes quién podría representarnos a todos los españoles? Ni nuestros personajes más valorados fuera, de Felipe González a Rafa Nadal, gozarían del mínimo consenso. @VictorLapuente

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