Tribuna

El placer culpable y la ardilla de Zuckerberg

Hoy, el individualismo de la sociedad postcovid nos ha traído la mejor culpa de todas, la que se cose con el privilegio y nos permite tragarlo a sorbos cortos de vino blanco

Vista este jueves de la playa de Binibèquer en Menorca.David Arquimbau Sintes (EFE)

En el verano de la desolación cada vez más gente no sabe qué hacer con su propio placer, como si le quemara en las manos. Como si no fuera digno de ser celebrado y mucho menos de ser expuesto, al menos no este año. Porque en el verano de 2020 la gente que está sana en la playa o brindando con un vino en cualquier terraza siente el peso de la culpa de estar mejor que los demás. Una culpa que es egoísta y narcisa y que forma parte del mundo individualista y ensimismado que estamos bendiciendo con esta forma snob de “placer culpable”.

“Es difícil estar bien con tanta gente sufriendo”, m...

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En el verano de la desolación cada vez más gente no sabe qué hacer con su propio placer, como si le quemara en las manos. Como si no fuera digno de ser celebrado y mucho menos de ser expuesto, al menos no este año. Porque en el verano de 2020 la gente que está sana en la playa o brindando con un vino en cualquier terraza siente el peso de la culpa de estar mejor que los demás. Una culpa que es egoísta y narcisa y que forma parte del mundo individualista y ensimismado que estamos bendiciendo con esta forma snob de “placer culpable”.

“Es difícil estar bien con tanta gente sufriendo”, me decía una colega caminando descalza por la playa. Otra se ha propuesto no publicar fotos de las vacaciones en sus redes sociales este verano. Porque este año, a diferencia de otros, creemos sentir a todos los que están peor que nosotros. ¿Y quiénes están peor? La covid los ha catalogado para que no haya dudas, así que podemos nombrarlos por orden de importancia. Están peor los muertos por el virus, los infectados, sus familiares, los que perdieron su empleo y quienes no pueden remojar ni un pie en la playa por la nueva precariedad. Todos ellos han convertido el tradicional placer veraniego, orgullo nacional en otro tiempo, en una forma de placer culpable. Mientras tanto hay muchos otros por los que no vamos a conmovernos este verano ni ningún otro. Otros con nombres como cáncer, refugiados, crisis climática, jornaleros, hambre… Nombres para los que podría existir vacuna pero no suficiente voluntad.

Siempre que la culpa aparece es hora de cuestionarlo todo dado que no existe ningún sentimiento más tramposo y manipulador. Una cosa es saber que hay mal en el mundo y otra es castigar los propios placeres a través de ese mal. Sin embargo, está ocurriendo, está en boca de todos. Si pegas la oreja a las conversaciones de cualquier chiringuito, antes o después alguien anuncia solemne: “nosotros somos unos privilegiados”. Y ya tenemos la culpita narcisa en acción. Me refiero a esa clase de remordimiento que sirve para alejar a los demás, que permite entender que el daño de los otros está lejos y que supone además que no forma parte del propio dolor. ¿Cómo demonios puede alguien sentirse un privilegiado en un mundo como el nuestro? ¿De verdad es esta sola idea posible? ¿Y qué hace uno con sus privilegios aparte de aceptarlos? La culpa es la mejor amiga de los privilegiados ensimismados. Es el maridaje perfecto entre interés y compasión.

Jia Tolentino recupera una anécdota oscura y clarificadora en su libro Falso espejo a este respecto. Cuando en una circular interna sobre la creación de Facebook´s New Feed, Mark Zuckerberg señaló: “Una ardilla muriéndose frente a tu casa puede ser más relevante para tus intereses en este momento que la gente que está muriendo en África”. Zuckerberg no solo hablaba en serio sino que sabía de lo que hablaba. Él tiene más información que la mayoría, sabe cómo siente el planeta y distingue lo que nos conmueve y lo que no. Además, se dedica a monetizar nuestros sentimientos así que el margen de error es pequeño.

El mundo es global pero la ética del mercado es local y ha inventado un nuevo tipo de compasión ligada a nuestros intereses. No tenemos piedad ni siquiera pensamientos para lo que no nos toca. Y para colmo hemos confundido lo que nos toca y lo que no. De hecho lo que parece más lejano es lo que más nos afecta, como ha demostrado el propio virus. Pero vivimos convencidos de que solo nos incumbe lo que está cerca. La interconexión de todo con todo es un sentimiento que nuestra cultura intenta expulsar una y otra vez. Porque, si sintiéramos por un instante nuestra simbiosis con el todo, entonces tendríamos que rebelarnos y no aceptaríamos ni por un segundo el mundo tal y como es.

Yo creí que la catástrofe de la Covid nos despertaría y nos recordaría que el dolor de los otros es el nuestro, que la carne de murciélago que otros comen es la misma que mastican nuestros abuelos, que los jornaleros que trabajan en condiciones infrahumanas hacen que nuestra vida sea infrahumana. Pero no ha sido así. El dolor de unos se ha relacionado con el privilegio de otros, ese peligro. Cuando el mal ajeno despierta culpabilidad no es porque seamos buenos, es porque somos culpables. O porque estamos equivocados. Cuando nos sentimos privilegiados por lo que creemos que nos pertenece, olvidamos que el único privilegio con sentido es el de cuidar el lugar al que pertenecemos. Ese cuidado es lo que Chantal Maillard ha llamado ética en este mismo periódico.

En la Antigüedad el exceso era lo único que se castigaba. Y el juicio sobre dicho exceso era íntimo y estaba relacionado con el carácter. Cada uno era entonces responsable de su propio placer. Después, la cultura judeocristiana nos trajo un catálogo de pecados y un intermediario entre el placer y la culpa. El sacerdote explicaba el catálogo y era quien los sancionaba o perdonaba. Hoy, el individualismo de la sociedad postcapitalista o de la sociedad postcovid nos ha traído la mejor culpa de todas, la que se cose con el privilegio y nos permite tragarla a sorbos cortos de vino blanco. Basta con no alardear de nuestra buena suerte y aceptarla con un poco de culpa cristiana para sentirnos bien. Sin embargo, esa falsa empatía es el origen de muchos de nuestros males.

La idea de herir a los otros con la propia felicidad nace del narcisismo. En realidad la visión de la felicidad y la alegría de los otros no produce ningún mal. El mal lo trae la ardilla de Zuckerberg. La loca idea de sentir que el mundo entero está más triste o es más frágil si nosotros nos sentimos más tristes o más frágiles. Eso es tan falso como que podemos vivir alejados del dolor que palpita en el mundo si no lo vemos o si no está cerca. Tan falso como que el privilegio puede ser ético si es lo suficientemente discreto. Esa ardilla es la razón por la que no nos sentimos responsables de nada, ni siquiera de nuestro propio placer. Esa ardilla vive acurrucada al calor de nuestras mejores intenciones. Y esa ardilla, digámoslo de una vez, merece morir. Disparen si la ven y disfruten todo lo que puedan de este verano. También de este.

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