Carlos Fuentes y la fiesta de ‘El Nacional’
Fuentes apuntaba al clima que envolvía a la sociedad venezolana en aquellos años de pujanza petrolera, genuina libertad de expresión, alternancia democrática y sus correlatos de movilidad social y corrupción
La observación, tantas veces oída en la Caracas de mi juventud, se atribuye a Carlos Fuentes.
Hablo de 1977, el año que Fuentes ganó con Terra Nostra el premio internacional de novela Rómulo Gallegos.
En aquel tiempo remoto la entrega del premio embonaba —así dicen en México— con el aniversario del diario El Nacional. Fuentes, aquel año, fue el invitado de honor al open house que cada año, por el mes de agosto, solía ofrecer la directiva del diario en un salón del hotel Caracas Hilton.
El comentario de Fuentes habría sido que el primer capítulo de la g...
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La observación, tantas veces oída en la Caracas de mi juventud, se atribuye a Carlos Fuentes.
Hablo de 1977, el año que Fuentes ganó con Terra Nostra el premio internacional de novela Rómulo Gallegos.
En aquel tiempo remoto la entrega del premio embonaba —así dicen en México— con el aniversario del diario El Nacional. Fuentes, aquel año, fue el invitado de honor al open house que cada año, por el mes de agosto, solía ofrecer la directiva del diario en un salón del hotel Caracas Hilton.
El comentario de Fuentes habría sido que el primer capítulo de la gran novela venezolana del siglo XX bien podría situarse en el cóctel aniversario del diario fundado en 1943 por el abuelo de su actual editor, Miguel Henrique Otero, hoy exilado en Madrid.
La guasa caraqueña, encarnada en Marcelino Madriz, satírico insuperable, precisaba que el autor de La muerte de Artemio Cruz hablaba de una gran novela venezolana del siglo XX escrita, desde luego, por Carlos Fuentes a la manera de Carlos Fuentes.
Pese a la puya, a todos nos quedó muy claro que Fuentes apuntaba al clima que envolvía a la sociedad venezolana en aquellos años de pujanza petrolera, genuina libertad de expresión, alternancia democrática y sus correlatos de movilidad social y corrupción.
Todo sugería una novela de esas que los saberes literarios llaman “coral”: un fresco animado que presentase media docena, quizá un poco más, de personajes, arquetipos y tramas que a su vez apuntaran al comentario social. Es decir, una novela como las concebía Fuentes.
Es significativo que otros muchos testimonios latinoamericanos de entonces destacasen igualmente la singularidad venezolana de aquella ápoca, basada en la tolerancia, en un subcontinente donde lo dominante era el militarismo y la insurgencia armada de izquierdas. Caracas fue el burladero seguro y promisorio para centenares de perseguidos políticos provenientes de Brasil, como Fernando Henrique Cardoso, o del Cono Sur, como Tomás Eloy Martínez, Isabel Allende o Ángel Rama, por citar un puñado.
Apenas un año atrás se había nacionalizado la industria petrolera, el país cumplía un tercer periodo constitucional y se encaminaba a una cuarta elección presidencial sin turbulencias golpistas de derecha ni insurgencia armada guevarista.
En ningún lugar de Venezuela esa atmósfera de familiar diversidad y de tolerancia universal cuajaba mejor que en el primer capítulo de la novela de Fuentes: la fiesta anual de El Nacional.
Era aquel del open house, al que estaba invitado todo el quisiese dejarse caer, el mismo espíritu amplio y liberal que Miguel Otero Silva, aun siendo él mismo comunista de los de uña en el rabo, infundió en las páginas culturales y de opinión, abiertas siempre a todas las tendencias.
La poeta venezolana Ana Nuño me contó un día que, siendo aún muy jovencita, calculo yo que a mediados de los años setenta, su padre, el brillante filósofo Juan Nuño, que en los cincuenta se exilió en Venezuela aborreciendo el franquismo, se hizo acompañar de su hija a uno de aquellos festejos que comenzaban al mediodía, con la entrega de premios internos de la empresa editorial, y languidecían al caer la noche cuando el último achispado con corbata de quitapón constataba que no quedase ya una gota que empinar ni un canapé que mordisquear.
“Bien, ¿qué te pareció?”, preguntó Nuño a su hija, ya camino a casa, a media tarde. La joven respondió que el espectáculo de un excomandante guerrillero entrechocando whiskys y canjeando chascarrillos con el coronel retirado que le había dado caza en el monte quince años atrás, le resultaba obsceno y merecía todo su desdén.
Nuño se detuvo un instante a recordarle que él se había visto precisado a dejar España, su país de origen, donde hasta hacía muy poco aún se fusilaba. Ciertamente, las mezcolanzas de la fiesta de El Nacional habrían sido impensables en la España de su primera juventud. “Pero prefiero mil veces esta promiscuidad que tanto te choca”, opinaba el autor de La filosofía en Borges, también celebrado columnista de El Nacional.
Pensaba dedicar esta columna al trance agónico en que se halla la oposición democrática en mi país cuando caí en cuenta de la fecha aniversaria que, desde que tengo uso de razón, ningún venezolano de bien pasa por alto: 3 de agosto.
Brindo, pues, desde mi cuarentena bogotana, por los setenta y siete años del diario en que eché los dientes, emblema de la promiscua y disparatada y ruidosa Venezuela democrática en que me hice hombre.