Columna

Desnudos e invisibles

Con todos sus problemas, África es asimismo el lugar donde una nueva forma de abordar el mundo todavía es posible

Un artista trabaja en un mural que aboga por los pagos sin dinero en efectivo de los teléfonos móviles M-Pesa como medida contra la propagación de la covid-19 en Nairobi, Kenya, el pasado 19 de abril.THOMAS MUKOYA (Reuters)

Han tenido que saltar los brotes de coronavirus en el Segriá o los incendios en los asentamientos de temporeros en Huelva para volver a fijarnos, fugazmente, en la realidad invisible de la inmigración. A menudo es solo una fría cifra de pateras, de personas sin nombre rescatadas en el mar, o, aún peor, el objetivo descarnado de la inquina de alguna opción política.

“Malí era tan lejano como Marte, un país extraterrestre donde no podían regir las mismas reglas que aquí”, cuenta Francesc Serés en La piel de la frontera. Un recorrido personal y geográfico por las comarcas del Segriá...

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Han tenido que saltar los brotes de coronavirus en el Segriá o los incendios en los asentamientos de temporeros en Huelva para volver a fijarnos, fugazmente, en la realidad invisible de la inmigración. A menudo es solo una fría cifra de pateras, de personas sin nombre rescatadas en el mar, o, aún peor, el objetivo descarnado de la inquina de alguna opción política.

“Malí era tan lejano como Marte, un país extraterrestre donde no podían regir las mismas reglas que aquí”, cuenta Francesc Serés en La piel de la frontera. Un recorrido personal y geográfico por las comarcas del Segriá y del Bajo Cinca; por un territorio que en pocos años vio cambiar su paisaje humano con búlgaros y rumanos, y malienses, senegaleses, marroquíes, argelinos, cameruneses, gambianos, ghaneses, marfileños; llegados de lugares que muchos no sabrían colocar en el mapa.

Serés, que ha recorrido palmo a palmo cada pueblo libreta en mano, retrata sin artificios ni juicios las esperanzas y los temores de gentes que dejan todo atrás en busca de una vida mejor, las penosas condiciones en las que viven, y la profunda transformación de los lugares de su infancia. África, tan cerca y tan lejos. No por repetir el tópico es menos cierto.

En los últimos años, la política exterior europea y española han mostrado un renovado interés por el continente. Detrás hay motivos de seguridad: la gestión de las migraciones, la expansión del terrorismo yihadista en el Sahel, la de las rutas de la droga y otros tráficos ilegales. Pero también hay un interés por las ingentes oportunidades económicas de países en los que sigue casi todo por hacer, y en donde, además de las antiguas potencias coloniales, China y Rusia han ido tomando posiciones desde hace tiempo.

Con todos sus problemas, África es asimismo el lugar donde una nueva forma de abordar el mundo todavía es posible. Con una arrolladora juventud y una ingente capacidad de innovación —un ejemplo: más del 90% de kenianos tiene acceso al pago por móvil gracias a la pionera M-Pesa—, su apabullante naturaleza y su impresionante cultura ancestral, África podría ser el laboratorio para otra forma de concebir y medir el crecimiento y el bienestar; más sostenible y más humana.

Es el papel que defiende con vehemencia para el continente Mamphela Ramphele, copresidenta del Club de Roma. ¿El principal obstáculo? Romper los modos de hacer y de pensar impuestos por otros. “Según un antiguo dicho zulú, si llevas las ropas de otro seguirás estando desnudo”, afirma.

La lucha contra la pandemia podría ser el detonante para que los africanos dejen de sentirse desnudos e invisibles. Una llamada de atención y de socorro de la madre tierra.

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