Columna

Libertad de disentir

Lo que cuento es una intromisión en las decisiones del profesorado y una desconfianza del espíritu crítico de los alumnos

Varios estudiantes se preparan para entrar a los exámenes de acceso a la universidad en Navarra.Villar López (EFE)

Mal asunto sería que en un país europeo la palabra “socialista” acabara estigmatizada. Más ahora en que Europa, para preservar el ideal de convivencia que forjó su origen, debe recuperar políticas sociales que la salven de ser engullida por los imperios en liza. Siempre nos ha resultado sorprendente comprobar que si un demócrata americano aspiraba a la más mínima victoria debía huir de esa definición, socialista, trufando su discurso con toques nacionalistas, religiosos o represivos. Pero la campaña tozuda, implacable, de nuestra nueva derecha para convertir en radical peligrosa a cualquier pe...

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Mal asunto sería que en un país europeo la palabra “socialista” acabara estigmatizada. Más ahora en que Europa, para preservar el ideal de convivencia que forjó su origen, debe recuperar políticas sociales que la salven de ser engullida por los imperios en liza. Siempre nos ha resultado sorprendente comprobar que si un demócrata americano aspiraba a la más mínima victoria debía huir de esa definición, socialista, trufando su discurso con toques nacionalistas, religiosos o represivos. Pero la campaña tozuda, implacable, de nuestra nueva derecha para convertir en radical peligrosa a cualquier persona que sostenga un discurso de justicia social está ya haciendo mella. “¿Y nosotros, nos estamos haciendo más de izquierdas alertados por esta corriente brutal?”, me preguntaba un colega, melancólicamente, observando los ataques furibundos que se reciben por criticar políticas de privatización que devienen en desastre humanitario. Rotundamente no. Lo que ocurre es que la derecha se ha vuelto tan desacomplejadamente agresiva que aspiraciones que hace 30 años parecerían lógicas ahora resultan radicales. Lo curioso es que el reaccionarismo niega en su actitud destructiva cualquier atisbo de componente ideológico. La ideología es ese mal que padecen los otros. Y así retuercen el tramposo discurso para pervertir conceptos llenos de nobleza, como el de la palabra libertad. Inspirados en el libertarismo americano, que sostiene que cada cual tiene en la vida lo que se merece, llaman libertad a la no regulación social del Estado: libertad sería no intervenir en el menú de una infancia mal alimentada, porque eso es vulnerar la intimidad familiar; libertad sería no propiciar la armonía en los barrios, porque eso es inmiscuirse en la vida social; libertad sería permitir que las casas de juego florezcan como setas en zonas pobres y cerca de centros educativos. Llevada la libertad a su extremo nos encontraríamos con el sistema sanitario americano: tú te labras tu suerte, tu suerte es tu trabajo y tu trabajo te proporciona un seguro médico que será mejor o peor según cuánto pagues, o sea, según lo que merezcas.

Europa, cuna de la socialdemocracia, trató de regular y contener los abusos de un capital meramente extractivo. Ahora, ese término, socialdemócrata, bascula en su significado: va de necio a peligroso socialista bolivariano. Es una estrategia de descrédito, financiada desde las alturas, que acaba por calar en los discursos del representante más simplón, o del opinador convencido, de nuevo, de que la ideología son los otros.

Esta misma semana un artículo de los que aquí ustedes leen fue elegido en Asturias para el comentario de texto del examen de selectividad. No es la primera vez. Al contener mis piezas preocupaciones sociales resultan útiles para el debate. Esta columna en cuestión versaba sobre la adicción juvenil al juego como consecuencia de la permisividad en las licencias municipales para este tipo de negocio. Pues bien, hubo una insólita protesta de las Nuevas Generaciones del PP. Al parecer, mi reflexión contenía un sesgo ideológico, socialdemócrata para más señas. Los que protestan, soliviantados porque en la universidad irrumpa una ideología execrable, no se consideran, en cambio, corrompidos por doctrina alguna. Ellos, muy al contrario, defienden lo correcto, lo moralmente aceptable.

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Lo que cuento es una anécdota, pero ilustrativa de un creciente deterioro de tolerancia democrática. También una intromisión en las decisiones del profesorado y una desconfianza del espíritu crítico de los alumnos que, al analizar un texto, no tienen por qué estar de acuerdo con él. Esa confianza, por fortuna, no les falta a los profesores de instituto que les instruyeron. Fue una de ellas quien me alertó de la estúpida protesta. Me consta que, a pesar del desprestigio al que también se quiere someter a la enseñanza pública, se han esforzado, aun en tiempos pandémicos, en inculcarles a sus alumnos la libertad de disentir. Eso es la educación pública.

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