Columna

Los ibéricos más sensatos

Aceptar la historia no es lo mismo que reinterpretarla

El puente Vasco de Gama, sobre la desembocadura del Tajo.AP

Cuando en abril de 2018 Marcelo Rebelo de Sousa llegó al final de su discurso ante el Congreso de los Diputados en Madrid, un grupo de políticos independentistas catalanes entonó Grandola Vila Morena, una canción prohibida por la dictadura portuguesa y cuya emisión sirvió de señal para que en 1974 se pusieran en marcha las unidades militares protagonistas de la Revolución de los Claveles. Terminaron con casi medio siglo de régimen dictatorial. Rebelo de Sousa, un señor de ideología conservadora y presidente de la República Portuguesa, se sorprendió ante el arranque cantor y permaneció u...

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Cuando en abril de 2018 Marcelo Rebelo de Sousa llegó al final de su discurso ante el Congreso de los Diputados en Madrid, un grupo de políticos independentistas catalanes entonó Grandola Vila Morena, una canción prohibida por la dictadura portuguesa y cuya emisión sirvió de señal para que en 1974 se pusieran en marcha las unidades militares protagonistas de la Revolución de los Claveles. Terminaron con casi medio siglo de régimen dictatorial. Rebelo de Sousa, un señor de ideología conservadora y presidente de la República Portuguesa, se sorprendió ante el arranque cantor y permaneció unos segundos observando aquello de forma similar a como mira en algunos viajes oficiales a los niños que cantan al pie de la escalerilla del avión. Político y periodista –lo mejor de cada casa— al mandatario le dio en la nariz que aquello no iba con él. Posteriormente los cantantes curules aseguraron que lo hicieron como homenaje a Portugal y que el invitado había intentado unirse a la canción pero que “no le habían dejado”. Bueno, si lo hubieran hecho más recientemente alguno ya les habría montado un lío por “apropiación cultural”. Eso sí, lo de que al presidente de Portugal “no le habían dejado” demuestra un desconocimiento –muy español, todo hay que decirlo, aunque esos diputados insistan en no serlo— tanto de la persona como de Portugal.

Rebelo de Sousa visita de vez en cuando un pequeño pueblo situado un poco al norte de Lisboa. Se pasea por la Plaza de la República –que los lugareños llaman “de jugar a la pelota”–, sonríe a estos y aquellos, estrecha manos, algunos abrazos y se hace fotos con todos. En el pueblo gana la izquierda, pero todos se acercan. Luego se da un baño en la playa y allá que le siguen. Sobre el baluarte que hay al fondo de la playa hay una ermita con una placa de cerámica que recuerda que desde ese lugar partió al exilio la familia real en 1910 mientras en Lisboa se proclamaba la República. Y varias calles más allá otra placa similar marca, casi con cariño, la casa donde la reina consorte tomó su última comida en territorio patrio. Están impolutas. A nadie se le ocurre quitarlas o añadir explicación alguna.

Para llegar desde España al pueblo donde el presidente de la República se está bañando, lo normal es cruzar el Tajo y atravesar Lisboa. Hay dos impresionantes puentes. Uno es un puente colgante llamado en su día Salazar —naturalmente por el dictador quien encima se mostraría sorprendido por el nombre— pero rebautizado 25 de Abril por la revolución, esa a la que cantaban en el Congreso. Cuando se cruza –quien conduce es mejor que mire al frente y no aparte la vista— se puede vislumbrar el monasterio de los Jerónimos. Está situado en la Plaza del Imperio. El Imperio. Nada de la Concordia, ni la Fraternidad, ni el Entendimiento. Y de un tamaño modesto: la segunda más grande Europa. En dicha plaza se levanta el monasterio donde está enterrado, entre otros, Vasco de Gama, navegante, explorador y héroe nacional que llegó a la India, abrió la ruta de las especias y puso a Portugal en la rampa de salida para ser nada menos que uno de los países más poderosos del planeta. Vasco de Gama era un tipo de un humor de perros que utilizaba la diplomacia del siglo XVI: disparar antes de preguntar, negociar solo la rendición del contrario y reclamar para el Rey cualquier tierra que le pareciera interesante. Cuando la República Portuguesa construyó un segundo puente sobre el Tajo —una obra de ingeniería asombrosa, y aquí si se puede admirar mientras se conduce— le puso su nombre. Nada de buscar recursos en el fondo del baúl de la corrección política.

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Hace poco un canal de viajes emitía un programa sobre Lisboa donde su anglosajona protagonista callejeaba por las cuestas de la capital. Un poco de esto y de aquello. Qué bonito aquí, qué curioso allá… hasta que su anfitrión le mostraba lo que había sido una fuente cerca de donde estuvo un mercado de esclavos. En ella quedaban restos de los bebederos separados para portugueses, extranjeros y esclavos. Lo hacía con la tranquilidad de quien es consciente de la historia, de su irreversibilidad y de los errores cometidos. Pero su invitada cambiaba el tono y le expresaba –tal cual – al anfitrión que le preocupaba mucho que los portugueses no fueran conscientes de su pasado racista. El cicerón le respondía que esa era la historia. Durante el resto del programa ya daba igual lo que se visitara. Lo preocupante era el pasado racista. La sentencia contra los ibéricos más sensatos ya estaba dictada y la causa encontrada.

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