Michael Jordan es negro
Resulta inevitable pensar que Jordan pudo habernos dado algo más, el reproche me viene a los labios
Cuando era una niña, amaba el baloncesto por encima de todas las cosas y mi único sueño era llegar a jugar como Michael Jordan. No obstante, tuve conciencia desde muy pequeña de que eso nunca pasaría. Me lo explicaron diciendo que yo era una niña. Nunca sería tan alta, ni tan fuerte, ni saltaría tan alto como Jordan. Yo lo entendí sin queja, claro, no había más que verlo para aceptarlo. De hecho, no ha sido hasta ahora, más de veinte años después, cuando al verlo jugar de nuevo en El último baile, el documental sobre Jordan en Netflix, me he dado cuenta del engaño. ¿Cómo pude creerme al...
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Cuando era una niña, amaba el baloncesto por encima de todas las cosas y mi único sueño era llegar a jugar como Michael Jordan. No obstante, tuve conciencia desde muy pequeña de que eso nunca pasaría. Me lo explicaron diciendo que yo era una niña. Nunca sería tan alta, ni tan fuerte, ni saltaría tan alto como Jordan. Yo lo entendí sin queja, claro, no había más que verlo para aceptarlo. De hecho, no ha sido hasta ahora, más de veinte años después, cuando al verlo jugar de nuevo en El último baile, el documental sobre Jordan en Netflix, me he dado cuenta del engaño. ¿Cómo pude creerme algo así?
Veo a Magic Johson explicar en el documental que solo Jordan podía ser “the GOAT” —The Greatest Of All Time—, el mejor jugador de la historia del baloncesto y comprendo, igual que comprendió Magic, que la razón por la que yo nunca podría jugar como Michael no formaba parte de mí, sino de él. Ninguno de mis compañeros varones de cancha llegaría nunca a jugar como él. Nadie en el mundo, en realidad. ¿Con qué derecho entonces siguieron los niños calzando orgullosos sus zapatillas Jordan, como si el juego les fuera a mejorar a medida que les crecía el pie, mientras yo renunciaba a mi sueño por el hecho de ser una niña? No es lo mismo renunciar a un sueño que no llegar a cumplirlo. Como no es lo mismo un muro que un camino incierto.
Estos días veo el documental, en medio de las protestas raciales en todo el mundo, y descubro al hombre negro que se escondía detrás del mejor jugador de todos los tiempos. Un negro que sabía tanto de su negritud como yo de mi feminidad en el patio del colegio. Con el tiempo yo aprendería que ser chica tiene más que ver con levantar muros invisibles que con llegar a tener cierta estatura o fuerza muscular. Sin embargo, aun sin saberlo, crecería tratando de sortear esos muros, intentando destacar donde sí podía (o suponía que podía). Y alejándome, en la medida de lo posible, de mi propia feminidad, por cuanto prometía ser una cualidad limitante.
Michael Jordan por su parte consiguió vivir sin ser negro, al menos dentro de una cancha, ese lugar donde solo se gana o se pierde, donde él era, por encima de todo, el mejor. Y si eres el mejor, puedes ser del color que quieras. Si llegas a la cumbre siendo negro es como si ya no fueras negro. Es casi como si no hubiera negros, como si el racismo no fuera posible en un mundo donde se reconoce a un negro como el mejor en algo. Igual que cuando una mujer conquista el éxito se entiende que la sociedad donde ha triunfado no es machista porque, de haberlo sido, no lo hubiera permitido. Igual que algunos no entienden que Estados Unidos sea un país estructuralmente racista cuando ha tenido Barack Obama de presidente. El éxito puede ser la manera más cruel de hacer callar.
En las elecciones al senado del 1989 su madre le pidió que apoyara a Harvey Gantt, de Carolina del Sur, ante Jessy Helms, un candidato conservador acusado de racismo, pero Jordan no lo hizo. Dijo a su madre que no le daría apoyo público y explícito al candidato negro. Treinta años después recuerda a cámara que sí dio dinero para aquella campaña, esa silenciosa complicidad. Lo que no aclara es por qué no se mojó entonces. Gantt perdió. Pudo haber sido el primer negro en llegar al senado, pero perdió. Quizás Jordan dedujo que no era el mejor.
Entonces resulta inevitable pensar que Jordan pudo habernos dado algo más, el reproche me viene a los labios. Pero el vídeo avanza, lo veo jugar como él lo hacía y me digo que es imposible. Que esa calidad técnica, esa competitividad, esa obsesión por ganar tiene que estar enfrentada con el compañerismo, la empatía y hasta con la conciencia de los otros. No se puede ser el mejor del mundo y además ser responsable de los privilegios y actuar en consecuencia. Es Michael Jordan, no tiene por qué ser nada más, pensamos. No tiene por qué ser negro si no quiere. Igual que a una mujer de éxito no le hace falta ser feminista. Sin embargo, íntimamente, siento que es mentira. Que ya no estamos en el patio del colegio. Que pudo y debió haber sido mejor. Quizás, al mejor jugador de todos los tiempos le faltó ser negro. Y además creo que él, a sus 57 años, se ha dado cuenta. Hoy sabe que no se puede ser el mejor y quedarse al margen.
Por eso estos días escribe en Twitter: “Estoy triste, profundamente dolido y furioso. Veo y siento el dolor y la frustración de todos y me posiciono con todos los que se han levantado contra el racismo”. Me posiciono dice. Me posiciono aunque nunca antes lo hiciera, podría haber dicho. Me posiciono ahora que creo que lo necesito para seguir siendo el mejor, tal vez.
Cuando empecé a ver el documental me dije que me iba a regalar unas nuevas Nike Jordan en homenaje a mi ídolo al terminar. Sin embargo, para mi sorpresa, creo que voy a comprarme una camiseta de Colin Kaepernick, el quarterback arrodillado y expulsado de la liga de futbol americana por su lucha antirracista. Por primera vez en toda mi vida creo que puedo ser mejor que Michael Jordan. Y además, chica.