¿Por qué no abandonar a Bolsonaro para que se divierta solo con sus juguetes de muerte?

Al presidente de Brasil lo derrotarán el llanto de las familias en luto que no pudieron despedirse de sus seres queridos

Manifestantes contra el presidente Jair Bolsonaro, este martes, en Brasilia.ADRIANO MACHADO (Reuters)

Al presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, le gusta jugar más con la muerte que con la vida. Tiene más vocación de demoledor que de constructor, de guerrero que de dialogante, de cazador de enemigos —verdaderos o imaginarios— que de impulsor de paz. La mentira le cae mejor que la verdad.

A Bolsonaro no lo van a derribar sus bravatas amenazando con un golpe. La tragedia del coronavirus lo apeará de la presidencia por sus crímenes contra la humanidad. Lo derrotarán el llanto de las familias en luto que no pudieron despedirse de sus seres queridos.

Bolsonaro se burló de la epidemia de...

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Al presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, le gusta jugar más con la muerte que con la vida. Tiene más vocación de demoledor que de constructor, de guerrero que de dialogante, de cazador de enemigos —verdaderos o imaginarios— que de impulsor de paz. La mentira le cae mejor que la verdad.

A Bolsonaro no lo van a derribar sus bravatas amenazando con un golpe. La tragedia del coronavirus lo apeará de la presidencia por sus crímenes contra la humanidad. Lo derrotarán el llanto de las familias en luto que no pudieron despedirse de sus seres queridos.

Bolsonaro se burló de la epidemia desde el primer momento. Minimizó su fuerza destructiva y siguió haciéndolo mientras se acumulaban los muertos en los cementerios. Cuando los números de las víctimas lo iban desnudando de su ceguera intentó culpar a los gobernadores, a los alcaldes y la misma OMS.

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No solo negó siempre la evidencia sino que tomó una actitud de provocación desobedeciendo pública y descaradamente todas las normas de prevención de la ciencia y de la medicina. Desarmó el Ministerio de Salud de médicos y lo armó de militares. Cuando la epidemia se desbordó y empezó a aparecer como una de las más letales del mundo llegó al colmo del cinismo. Intentó esconder la realidad impidiendo que se publicaran las cifras de la catástrofe. Decidió matar hasta a los muertos.

Si hay algo, sin embargo, que hoy está uniendo a los brasileños sin distinción es el miedo a la epidemia y la solidaridad con las familias golpeadas por el dolor de la pérdida de los suyos. Y será esa unión de todos lo que acabará destronándolo. La suya es ya una estatua cada vez más desgastada por su frialdad psicopática y su incapacidad de entender y menos de compartir el dolor de una nación.

No busquen razones jurídicas o políticas para sacar a Bolsonaro de un poder del que se ha hecho indigno de ejercer. Su mayor pecado es su falta de humanidad, su burla de la tragedia y el dar la espalda al dolor que sofoca a la gente.

Es posible que Bolsonaro caiga antes de acabar su mandato aplastado por los miles de víctimas cuyo grito no debería dejarle dormir. Pero si por inercia o por falta de coraje de quienes deberían apartarlo de la presidencia llegase a la reelección, el silencio ensordecedor de los muertos le seguirá en cada paso de la campaña y a los brasileños les será imposible volver a marcar su nombre en las urnas. Sí, van a ser los muertos más que los vivos quienes pongan una barrera a su insaciable hambre de poder totalitario.

Quienes conocen de cerca al presidente aseguran que intentó minimizar la guerra a la epidemia ante el temor que la tragedia pudiera crearle problemas para su reelección porque se iba a quebrar la economía. Llegó a decir que, a fin de cuentas, quienes más morirían serían los ancianos y los ya enfermos, como si ello fuera irrelevante. Más aún, una asesora de su ministro de Economía llegó a afirmar que la muerte de los ancianos serían un alivio para la economía porque así “se ahorrarían muchas pensiones”.

Bolsonaro confesó una vez que su misión como militar era “la de matar y no la de curar a la gente”. Sin contar que esa afirmación es una ofensa para el Ejército, que no existe para matar sino para salvar a la nación de sus posibles enemigos y que actúa también para salvar vidas en las tragedias y calamidades naturales.

Bolsonaro no se conforma con ser mito sino que va de dios decidiendo sobre la vida de la gente. Es difícil encontrar personajes en la historia con tal negación que parece vivir en un mundo de fantasmas de muertos como si los vivos le dieran miedo.

¿Cómo construir un país tan rico de vida como Brasil, tan joven y con tanto futuro gobernado por fantasmas de destrucción y de muerte? ¿Como apostar por la reunificación pacífica del país sin tener que escuchar a todas horas los lúgubres presagios de la violencia, la división y la falta de empatía con el dolor ajeno de boca de quien debería al revés despertar sentimientos de vida y de renacimiento de lo mejor que anida en el corazón humano?

Bolsonaro, siempre a la caza de enemigos a quienes abatir, los encuentra en todas partes, en la prensa, en el Congreso, en el Supremo Tribunal Federal. ¿Para qué deben existir otros poderes fuera de sus dominios? ¿No ha dicho que la Constitución es él y por ello sueña con poder cambiarla y reescribirla a su gusto? ¿Para qué el fatigoso viaje del diálogo y colaboración con las otras instituciones que solo le sirven de estorbo? No, Bolsonaro no es un fantasma, es un amasijo de instintos de destrucción y muerte. Su sueño es armar a la gente, si fuera posible hasta a los niños. ¿Qué es una persona sin un fusil que empuñar?

La muerte siempre como pantalla de fondo. Sus instintos son el thanatos de Freud. La felicidad, el compartir la vida, el diálogo sereno con los que piensan diferente de él, la compasión por los que más sufren, que son los más olvidados, y el compartir el dolor ajeno no caben en su psicología de destrucción y en sus miedos irracionales ante enemigos inexistentes. Mejor dejarlo solo divirtiéndose con sus juguetes de muerte, ya que la vida parece darle miedo.

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