Gladiators
El Parlamento ha devenido en una especie de coliseo en el que poder observar cómo se despedazan nuestros padres de la patria
Asistir a una sesión parlamentaria en España es lo más parecido a contemplar un combate de gladiadores. El Parlamento ha devenido en una especie de coliseo en el que poder observar cómo se despedazan nuestros padres de la patria. Los espectadores, por su parte, braman y jalean a los suyos en las redes sociales. Gana quien allí consiga mayor resonancia. Pero para eso hace falta hacer sangre, extremar los calificativos, pegar cada vez más duro. Solamente así se consigue una adecuada prima en esta deformada economía de la atención. Pobre Parlamento, pobres partidos, y pobre espacio público. Ese t...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Asistir a una sesión parlamentaria en España es lo más parecido a contemplar un combate de gladiadores. El Parlamento ha devenido en una especie de coliseo en el que poder observar cómo se despedazan nuestros padres de la patria. Los espectadores, por su parte, braman y jalean a los suyos en las redes sociales. Gana quien allí consiga mayor resonancia. Pero para eso hace falta hacer sangre, extremar los calificativos, pegar cada vez más duro. Solamente así se consigue una adecuada prima en esta deformada economía de la atención. Pobre Parlamento, pobres partidos, y pobre espacio público. Ese trípode sobre el que de manera más o menos eficaz venía apoyándose el sistema representativo.
Ahora ya no sabemos bien qué es lo que en realidad lo sostiene. Los partidos son maquinarias al servicio del líder y de estrictas políticas de comunicación, más pendientes de esa programada irritación de la realidad y de vencer retóricamente al adversario que de operar como canales de representación de sus votantes. Se han convertido en pequeños ejércitos especializados en escaramuzas expresivas, en preocuparse menos de sus propias fortalezas y más de las debilidades del contrario. No se defiende aquello en lo que se cree, se atacan las presuntas convicciones o atributos del otro. O sea, que en estos combates no se vence por méritos propios sino porque otros son llevados a perder. Ya se sabe, el infierno es el otro, especialmente en política.
Esta beligerancia o animadversión ha existido siempre entre las fuerzas políticas, su pugna ha sido siempre agónica. Lo más novedoso, sin embargo, es que ahora carece de inhibiciones. Antes se ocultaba detrás de la ironía, de chascarrillos o alusiones más o menos logradas, de recursos que estaban sujetos a ciertas convenciones. Las conocemos bien por los debates en el Parlamento británico. A lo que estamos asistiendo ahora es, sin embargo, distinto. Quizá porque, como decíamos arriba, todo se escenifica para un público no mediado por las reflexiones u opiniones de la prensa u otros medios tradicionales. La desintermediación del espacio público hace que el ciudadano pueda participar del espectáculo en tiempo real, que pueda dejarse excitar por comunicaciones directas de sus representantes, militantes o incluso bots. No hay que darle tiempo para que se detenga a pensar, hay que incorporarlo al fragor de la pelea como si fuera parte de ella.
Ni qué decir tiene que eso arrastra sus consecuencias. La primera y fundamental es que de esta forma se atiende más a los hooligans de cada partido que a sus votantes normales, a los más y mejor formateados en eso del amigo/enemigo. Luego está la contaminación de los propios medios tradicionales, que se convierten cada vez más en nuevas arenas del combate polarizador. Estos ya no tienden a observar directamente la realidad, sino a reflejar cómo esta es observada desde las redes sociales. De este modo contribuyen a potenciar su efecto. Pero esto no es lo peor. Lo peor es que detrás de tanto ruido y tanta polvareda dejamos de percibir lo que en realidad importa, la función de la política como medio de solución de problemas colectivos. Como esto siga así, me temo que pronto volveremos a entonar eso del “no nos representan”.