Ajustes soberanos
La Casa Blanca está más atenta a la guerra comercial con China y a endosarle la responsabilidad por el coronavirus en la campaña electoral que a las libertades de los ciudadanos de Hong Kong
La ley de la selva siempre ha imperado en las relaciones internacionales. Si acaso, desde que terminó la Guerra Fría —la anterior—, quedó algo atemperada por los esfuerzos de la Unión Europea, superpotencia reguladora, por crear un mundo en el que la regla de juego fuera igual para todos. Mucho contribuyó a esta ilusión la actitud de la primera superpotencia, y especialmente de sus presidentes más proclives al multilateralismo, como los demócratas Bill Clinton y Barack Obama. Fue, sin embargo, George H. W. Bush, un presidente republicano, quien llegó más lejos en el sueño de un orden internaci...
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La ley de la selva siempre ha imperado en las relaciones internacionales. Si acaso, desde que terminó la Guerra Fría —la anterior—, quedó algo atemperada por los esfuerzos de la Unión Europea, superpotencia reguladora, por crear un mundo en el que la regla de juego fuera igual para todos. Mucho contribuyó a esta ilusión la actitud de la primera superpotencia, y especialmente de sus presidentes más proclives al multilateralismo, como los demócratas Bill Clinton y Barack Obama. Fue, sin embargo, George H. W. Bush, un presidente republicano, quien llegó más lejos en el sueño de un orden internacional razonable, aunque han sido dos presidentes republicanos más, primero su propio hijo George W. Bush, y luego el actual, Donald Trump, quienes más han contribuido a su destrucción.
Desde 2015 ha sonado la hora de los ajustes soberanos, es decir, de los zarpazos unilaterales con los que un poder fáctico regional o mundial zanja sin discusión un flanco débil de su ambición hegemónica. Así actuó Putin en Crimea en 2015, después de incendiar la guerra civil ucrania en la cuenca del Donbás; la Unión de la India en Cachemira en el verano de 2019, echando el cierre sobre un territorio de soberanía disputada con Pakistán; Erdogan en la Siria fronteriza con Turquía también en 2019; y ahora Israel en Cisjordania, un territorio ocupado por la fuerza de las armas y colonizado en contravención de cualquier legalidad internacional.
La parte de responsabilidad estadounidense es sustancial. Sin la invasión de Irak de 2003, en ausencia de cobertura de Naciones Unidas, y sin el desbordamiento de la intervención internacional en Libia en 2011, cubierta por el Consejo de Seguridad solo para la defensa de la población civil, pero no para el derrocamiento del régimen de Gadafi, ninguna otra potencia habría tenido las manos tan libres. En el caso de Cisjordania, el visto bueno de Trump a la ilegalidad flagrante que se va a cometer ha sido programático y explícito, y empezó con el reconocimiento de la capitalidad de Jerusalén ya en 2017.
Llega ahora el turno de Hong Kong, un ajuste que hay que entender también como la llave que abre la puerta hacia el dominio chino de Taiwán y de las aguas de alto valor estratégico del mar de la China Meridional y del estrecho de Malaca. Si en el Washington revisionista de Trump ya no rige la declaración de Shanghái (1972), en la que se reconocía una sola China, en el Pekín de Xi Jinping tiene escaso valor el principio de un solo país y dos sistemas, en el que se basaba la devolución de Hong Kong (1997).
El momento no puede ser más favorable para Pekín, tras su éxito frente a la pandemia. La Casa Blanca está más atenta a la guerra comercial con China y a endosarle la responsabilidad por el coronavirus en la campaña electoral que a las libertades de los ciudadanos de Hong Kong. Y a la vista de los antecedentes, Xi Jinping sabe que Donald Trump, con tan escasa sensibilidad hacia los valores democráticos, puede llegar incluso a comprenderle.