Columna

Jordan versus Krause

‘The Last Dance’, aun extraordinario, sirve como hermosa lección periodística a los de “las imágenes están ahí” y “a quién vas a creer, a lo que te dicen o a tus propios ojos”

Jerry Krause y Michael Jordan.Chicago Tribune (ZUMAPRESS.com / Cordon Press)

Si es impresionante que haya un dominador como Michael Jordan en una competición como la NBA, imaginen tener el privilegio de saber por qué. De eso va el estupendo The Last Dance, un documental sobre algo sabido que impresiona cada vez que se vuelve a saber: la obsesión enfermiza, devoradora y cruel, con uno mismo y con los demás, que hay detrás de cualquier hazaña deportiva sostenida en el tiempo. Por los episodios del reportaje, que emite Netflix, se cuela continuamente en un vestuario lleno de estrellas negras de dos metros, atléticas y guapas, rodeadas siempre de fans, un tipo contr...

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Si es impresionante que haya un dominador como Michael Jordan en una competición como la NBA, imaginen tener el privilegio de saber por qué. De eso va el estupendo The Last Dance, un documental sobre algo sabido que impresiona cada vez que se vuelve a saber: la obsesión enfermiza, devoradora y cruel, con uno mismo y con los demás, que hay detrás de cualquier hazaña deportiva sostenida en el tiempo. Por los episodios del reportaje, que emite Netflix, se cuela continuamente en un vestuario lleno de estrellas negras de dos metros, atléticas y guapas, rodeadas siempre de fans, un tipo contrahecho, con enorme papada, bajito y ¡blanco!, como en aquel corto de Woody Allen que contaba un orgasmo desde dentro y, a punto de salir disparados, un espermatozoide negro rodeado de blancos exclamaba mirando a un lado y a otro “pero qué hago yo aquí, pero qué hago yo aquí”.

Su nombre era Jerry Krause, mánager general de los Chicago Bulls durante la era Jordan, y el documental lo utiliza como divertido contrapunto a las estrellas, acentuando un carácter mezquino enfrentado al vestuario y siendo objetivo de sus pullas. Krause sale una y otra vez durante la época dorada avisando de que el éxito es de la franquicia y no de los jugadores, inflexible con sus contratos y rescisiones, e imponiendo sus fichajes (su trabajo); en definitiva, liquidando la estirpe que él había levantado. El documental, aun extraordinario, sirve como hermosa lección periodística a los de “las imágenes están ahí” y “a quién vas a creer, a lo que te dicen o a tus propios ojos”: no todo depende de lo que hagas, sino de la selección elegida de lo que hagas. Esta es, con todas sus virtudes, una miseria acusada de este oficio: qué fácil es hacer que el que está al otro lado diga “qué imbécil” o “qué gilipollas” ante cualquier titular; qué difícil, pero no imposible, que lo diga si el texto es bueno y el titular menos llamativo.

Poco a poco mis simpatías se fueron alejando de Jordan en la medida que se acercaban a Krause. Influyó que no participase en el documental (murió en 2017) y que las palabras buenas que se le dirigían estaban delicadamente envueltas en el contexto pernicioso de liquidación de la dictadura de los Bulls en la temporada 1997/1998, el último baile de Michael Jordan; así que todas las sombras se posaban sobre él. Que en las grabaciones de aquellos días Jordan le llame siempre que puede enano y gordo no ayuda a odiar a Krause, ni que Pippen lo humillase de tal manera en un autobús que le llegaron a pedir que parase.

En fin, creo que me hice de Krause por decencia. Hay un maravilloso artículo de 2012 sobre él en el Chicago Tribune, cinco años antes de que muriese. Viejito, tripudo, sentado solo en un banco o pescando solo en un pantalán. El todopoderoso mánager y constructor de los Bulls 1985-2004 había regresado a sus orígenes de ojeador de equipos de béisbol. Contó que había nacido con un quiste lleno de líquido entre el cuello y la cabeza que casi lo mata y afectó a su crecimiento; sus padres no pudieron darle hermanos: su siguiente hijo nació muerto y el otro murió a los pocos meses. A los 73 años y de ciudad en ciudad, con una maleta, decía que ya no disfrutaba de los trayectos, pero que, sentado en la grada, volvía a sentir la misma pasión que cuando empezó. Y esa es la mejor suerte que puede tener alguien en la vida.

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