¿Apocalipsis Now?
Ninguna otra epidemia ha conocido la extensión territorial, la rapidez del contagio y la articulación de medidas casi universales por los poderes públicos como las que hemos vivido estos últimos dos meses
Desde muchos puntos de vista puede decirse que la de la covid-19 es la primera auténtica pandemia que el mundo padece. Ninguna otra epidemia del pasado ha conocido la extensión territorial, la rapidez del contagio y la articulación de medidas casi universales por los poderes públicos como las que hemos conocido durante estos últimos dos meses. Sin embargo, y como señala la francesa Françoise Hildesheimer, autora de una historia sobre las plagas y su influencia en la sociedad, los métodos empleados para luchar contra el coronavirus no son muy diferentes de los que se utilizaron contra la peste....
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Desde muchos puntos de vista puede decirse que la de la covid-19 es la primera auténtica pandemia que el mundo padece. Ninguna otra epidemia del pasado ha conocido la extensión territorial, la rapidez del contagio y la articulación de medidas casi universales por los poderes públicos como las que hemos conocido durante estos últimos dos meses. Sin embargo, y como señala la francesa Françoise Hildesheimer, autora de una historia sobre las plagas y su influencia en la sociedad, los métodos empleados para luchar contra el coronavirus no son muy diferentes de los que se utilizaron contra la peste. Claro que entonces no había casi 8.000 millones de habitantes, más de la mitad conectados entre sí a través de Internet, no existían megaciudades, y se castigaba con la horca al que pretendiera fugarse de una muerte segura causada por la bacteria. Sorprende por otra parte la unanimidad incluso dialéctica que la mayoría de los gobernantes han adoptado en sus decisiones. No es tanto que se hayan coordinado entre sí como que se vienen copiando unos a otros con descaro. Un eufemismo tan necio como el anuncio de una “nueva normalidad” se escucha lo mismo en París que en Washington o en Madrid; y el argumento angélico frente a sus críticos de que los gobernantes se dedican antes que nada a salvar vidas, o la exculpación de sus errores porque lo hacen lo mejor que saben, son tan ingenuos como innecesarios. ¡Faltaría más!
En pleno desconfinamiento, palabro sobre el que aún debatimos en la Academia, se habla mucho de cuándo podrán visitarnos nuestros nietos o seremos libres de tomar una cerveza sin que nos amenace la autoridad competente. Muy poco se comenta en cambio que los desvaríos de esa nueva normalidad no afectarán solo a nuestras vidas y al comportamiento social, sino también, y de forma inmediata, a los procesos internacionales y las relaciones entre los países. No sabemos todavía casi nada del virus, y sabemos muy poco del futuro del mundo, pero sí podemos estar seguros de que será muy diferente. Y peor. No se trata de anunciar el Apocalipsis Now, aunque comencemos a verles la cara a los jinetes de la peste, el hambre, la guerra y la muerte que avisan en la Biblia del fin de los días. Tenemos los medios y las herramientas para evitar una catástrofe mayor de la que ya vivimos. Pero es precisa también la voluntad de hacerlo.
Por decirlo con palabras que escuché hace bien poco al presidente de una gran multinacional, en la batalla entre globalización y nacionalismo, la primera es perdedora y es de prever que lo seguirá siendo en el corto plazo. De modo que en vez de buscar soluciones mundiales a problemas mundiales, no pocos gobernantes se dedican no solo a guardar las distancias sociales (otro bello eufemismo) entre su país y los de los otros, sino a identificar y perseguir un enemigo. El virus no reconoce fronteras, aunque entonces cabe preguntarse por qué se cierran a cal y canto, pero tiene denominación de origen: es el virus chino.
La ofensiva contra el emergente poder de Pekín había comenzado ya con la guerra comercial desatada por Trump. La verdad es que muchos de los fenómenos disruptivos que la pandemia parece haber desatado no son sino un prolongamiento de los efectos de la crisis financiera de 2008. En esa ocasión, China y los tigres asiáticos aparecieron ante las opiniones públicas occidentales como agentes más eficaces y rápidos a la hora de responder a los desequilibrios generados tras la quiebra de Lehman Brothers. Algunos dirigentes europeos señalaron sin ambages la necesidad de reformar el capitalismo, singularmente el financiero, si se pretendía que sobreviviera a sí mismo. Desde entonces nada o muy poco se ha hecho al respecto, mientras aumentaban las desigualdades hasta extremos socialmente insoportables. La eficiencia china se basaba entre otras cosas en la inexistencia de democracia interna, lo que facilitaba la imposición de reglas y aceleró los plazos en la toma de decisiones. Para los occidentales ese fue un mal ejemplo: muchos ciudadanos que padecen hoy el desencanto democrático se muestran propicios a ceder en el ejercicio de sus libertades a cambio de seguridad y bienestar económico. De cualquier modo, por más que se la demonice, China va a seguir ahí y tanto Europa como América la necesitan en tres o cuatro campos en los que su contribución es inevitable para los intereses generales: la lucha contra la actual pandemia, el desarrollo tecnológico y la contención del calentamiento global.
En el primer caso es precisa una colaboración estrecha con los científicos de Wuhan que permita identificar sin trabas el origen del virus y las causas de su extensión, así como cooperar en la investigación de una vacuna y de los tratamientos adecuados para la enfermedad. En tecnología, el desarrollo de redes 5G nos permitirá conectarnos casi en tiempo real, facilitando el Internet de las cosas y multiplicando el número de contactos. Las empresas chinas llevan varios años de adelanto a las occidentales en la implantación de esa tecnología y no es justo para la economía de nuestros países y el bienestar de nuestros ciudadanos retrasar su despliegue en Europa mediante prácticas proteccionistas. Por último, en lo que se refiere al cambio climático, poco o nada se podrá hacer sin un acuerdo con Pekín, capital del país más contaminante de la tierra.
La apertura de China hacia Occidente la inició Mao poco antes de morir, con la complicidad de Nixon y Kissinger en la Casa Blanca. Sus razones para hacerlo, expresadas por él mismo, se basaban en el temor hacia la Unión Soviética, a la que consideraba heredera de las prácticas zaristas que los bolcheviques habían combatido en un principio. Los chinos por entonces creían que una nueva guerra mundial era casi inminente y se sentían desprotegidos ante Moscú. La diplomacia americana trabajó durante décadas para separar a los dos gigantes comunistas, pero han bastado un par de años para que el presidente Trump los haya vuelto a juntar. La desunión de Europa y el renacer de sus nacionalismos, palpable en la respuesta a la invasión del virus, es también visible en sus vacilaciones y dudas respecto a sus relaciones con el coloso chino, que en los últimos años ha aumentado su influencia en los países africanos y en América Latina. A punto de convertirse en primera potencia económica mundial, es ya líder en tecnología y el país más poblado de la tierra, lo que le proporciona un mercado interior que sus empresarios contemplan como defensa indestructible frente al proteccionismo comercial del extranjero. Unos pactos razonables entre la Unión Europea y el antiguo Imperio del Centro son absolutamente indispensables, como ha puesto de relieve el alto comisario para las relaciones exteriores de la UE, Josep Borrell. No obstante, hay numerosos indicios de que frente a sus bienintencionadas declaraciones varios Gobiernos de la Unión comienzan a hacer patente su desconfianza hacia la potencia oriental.
Hay otro aspecto en el que el entendimiento con Pekín es necesario. El sistema financiero y monetario va a estar sometido a un formidable estrés por el aumento de la deuda pública y privada, que ya alcanza niveles nunca vistos. Esta es una situación que desborda las opciones de muchos poderes nacionales. John Kenneth Galbraith solía decir que la economía es una rama de la política, desde el convencimiento de que los Gobiernos deben regularla. A decir verdad vivimos ya en muchos aspectos la situación contraria: la globalización financiera no está sometida a más reglas que la de su propia autonomía, y gran parte de la política actual y de la soberanía de las naciones resulta más bien una simple consecuencia de las decisiones de los mercados. O los responsables de la gobernanza global se toman en serio la reforma del capitalismo, y trabajan por disminuir las crecientes diferencias entre los diversos estamentos sociales y entre los países mismos, o con toda seguridad el mundo que nos aguarda a la vuelta de la esquina será mucho más peligroso para todos.