No olvidar a los inmigrantes
Europa no se ha preparado para afrontar con dignidad esta situación. Solo ofrece alternativas restrictivas y represivas
Son muchos los indicios que señalan que, tras la crisis sanitaria pandémica, el periodo que se avecina será particularmente severo para las economías, los Estados, las sociedades y la ciudadanía europea. El paro, la precariedad laboral, el deterioro de los servicios públicos, la marginación, el trabajo informal o teletrabajo “doméstico”, vinieron para quedarse y reproducirse, fomentando un nuevo vínculo social probablemente desfavorable al asalariado. Nada demuestra en Europa una voluntad de cambio positivo del sistema vigente. Aquellos discursos que, al comienzo del confinamiento, vaticinaban...
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Son muchos los indicios que señalan que, tras la crisis sanitaria pandémica, el periodo que se avecina será particularmente severo para las economías, los Estados, las sociedades y la ciudadanía europea. El paro, la precariedad laboral, el deterioro de los servicios públicos, la marginación, el trabajo informal o teletrabajo “doméstico”, vinieron para quedarse y reproducirse, fomentando un nuevo vínculo social probablemente desfavorable al asalariado. Nada demuestra en Europa una voluntad de cambio positivo del sistema vigente. Aquellos discursos que, al comienzo del confinamiento, vaticinaban un reinado de humanidad solidario, se diluyen como ecos de esperanza vana. Dadas las relaciones de fuerzas, son otros ecos los que incitan a nuevos pesimismos. Y, tras ellos, aparece escondida la humanidad inmigrante.
Se olvida que, durante la tragedia sanitaria, los inmigrantes presentes en el territorio europeo han compartido el mismo virus, nuestras penas, nuestros temores, nuestros anhelos. Y, sin embargo, algunos Estados han aprovechado la crisis para suspender el ejercicio de las demandas de asilo y protección internacional, bajo una execrable violación de la Convención de Ginebra sobre los refugiados; otros, salvo el caso de Portugal, han cerrado los ojos a vías posibles de regularización, desasistiendo, en particular, a los menores. En resumidas cuentas, la actitud oficial prevalente ha sido el cierre de las puertas a los inmigrantes. Ahora bien, la crisis que se forja no va a borrar una cuestión siempre presente.
La demanda migratoria se plantará en el centro del tablero europeo bajo diversas formas: por un lado, habrá probablemente un crecimiento de migraciones internas en el espacio europeo por causa de la crisis, en particular, las procedentes de los países del sur europeo y del este; los sectores que recibirán ayudas financieras para la reconstrucción necesitarán trabajadores en la agricultura, la mediana industria y los servicios de salud y de atención a las personas. Y, por otra parte, en el continente africano, los indicadores advierten una caída vertiginosa del precio de las materias primas, del turismo y de los flujos financieros, lo que impulsará la migración.
Europa no se ha preparado para afrontar con dignidad esta situación. Solo ofrece alternativas restrictivas y represivas: las negociaciones entre los socios sobre la actualización del acervo de Schengen están estancadas, y nada revela otra cosa distinta al endurecimiento interno y exterior de la UE. Atendiendo al giro renacionalizador del control de fronteras, una vuelta de tuerca prevalecerá, que hará cobrar más fuerza aún a los movimientos xenófobos y racistas, ávidos de su acostumbrada demagogia contra los inmigrantes. Una amenaza a la vista que hace imprescindible que los Estados de derecho europeos la incorporen en su agenda y emprendan una acción histórica, simbólica, abriendo pautas reales y vías de inmigración regular. Porque la Europa rica en valores necesita la inmigración. Sería una ceguera culpable no aprovechar esta fase de reencuentro fraternal y solidario, olvidando la realidad inmigrante.