Pasos a la autocratización
En la nueva deriva autoritaria del Gobierno de López Obrador destaca el avance constante e imparable de la militarización
Un conjunto de decisiones recientes del presidente López Obrador han cambiado el terreno de la política institucional en un sentido autoritario. Designar al Tren Maya como asunto de seguridad nacional (evitando así obedecer órdenes de suspensión de obra de jueces y transparentar la información relativa a contratos y obras); anunciar que por decreto o por ley la Guardia Nacional se transferirá al Ejército (de facto es así pero hacerlo de jure es una violación de la constituc...
Un conjunto de decisiones recientes del presidente López Obrador han cambiado el terreno de la política institucional en un sentido autoritario. Designar al Tren Maya como asunto de seguridad nacional (evitando así obedecer órdenes de suspensión de obra de jueces y transparentar la información relativa a contratos y obras); anunciar que por decreto o por ley la Guardia Nacional se transferirá al Ejército (de facto es así pero hacerlo de jure es una violación de la constitución); y, finalmente pero no al final, presionar al poder judicial federal para allanar todos las decisiones de jueces federales que habían ordenado la suspensión temporal o definitiva de las obras emblemáticas del Gobierno, y continuar usando a la Fiscalía de justicia de manera discrecional, son todas acciones que violan la autonomía del poder judicial, bloquean el desarrollo de un sistema de justicia independiente e ignoran al poder legislativo y, por tanto, anulan la división de poderes. Esta anulación significa el paso de un gobierno populista, o populismo en el gobierno, propio de una fase de democracia electoral (por precaria que sea) a una fase de mayor hibridación entre los elementos sobrevivientes de la democracia (libertad de prensa y de manifestación, elecciones competitivas y reglamentadas) con formas de ejercicio del poder francamente autoritarias (populismo como gobierno, o autoritarismo electoral). El peligro de involución democrática, siempre presente desde el inicio del actual gobierno, es ahora inminente y no debe pasarse por alto.
Si bien el concepto de populismo es interpretado como un mero epíteto por una parte de la opinión pública, en realidad designa una forma de la política contemporánea que, siendo muy antigua, ha tomado vida propia en nuestro tiempo de crisis de legitimidad y de representación de los partidos políticos. Los líderes populistas se presentan como salvadores de la patria en un contexto de crisis moral, política y/o económica, reclamando representar al “pueblo”, que en realidad es una entidad vaga, indefinible y abstracta, cuya concreción y corporización en un líder es una prerrogativa de políticos carismáticos que aparecen en un lugar y tiempo determinados. El líder define al pueblo, convirtiendo a una parte de la ciudadanía en un todo simbólico (el pueblo bueno), establece un concepto de la política como confrontación entre amigos y enemigos (por lo cual no puede haber concesiones o pactos con los agentes políticos y/o sociales que no se integren a su coalición) e interpreta su triunfo en las elecciones presidenciales como una autorización popular para hacer lo que juzgue conveniente (como una especie de plebiscito). Por tanto, el líder no se considera limitado por la ley ni por las instituciones, las cuales son consideradas herencias del viejo régimen, y decide entonces, de manera discrecional, cómo usar el presupuesto, que políticas públicas implementar, que leyes respetar y cuáles no, así como la manera de administrar la justicia de acuerdo a sus intereses políticos personales.
El impacto de un gobierno populista es muy variable de acuerdo al contexto político de cada país, a su historia y a la fortaleza (o debilidad) de sus instituciones democráticas. En el caso de México, López Obrador mostró desde el principio de su Gobierno poco respeto por las instituciones, recurrió a consultas populares informales (cancelación del aeropuerto, etc.) y usó la mayoría parlamentaria de que dispuso para impulsar algunas políticas públicas cuestionables: cambió la política social de los gobiernos neoliberales e instauró un sistema generalizado de asistencialismo paternalista que en la práctica ha dejado fuera a los más pobres; redujo notablemente el gasto público en salud, educación e infraestructura para financiar con recursos fiscales sus megaobras (que a decir verdad son de dudosa utilidad pública), con lo cual ha causado un daño irreparable a los más pobres; y decidió ignorar la crisis de seguridad y justicia, que también afecta fundamentalmente a los más pobres, al reducir el presupuesto de la fiscalía, desaparecer la policía federal y dejar sin apoyo a las policías estatales y municipales.
Pero el aspecto más riesgoso de su gestión fue su decisión de construir una especie de gobierno paralelo a través de dos vías: la militarización de crecientes áreas de la gestión pública, que han quedado fuera del campo de la rendición de cuentas; y la informalización y politización de la política social, ejercida por un cuerpo opaco de funcionarios-militantes (los servidores de la nación), que convirtieron la entrega de becas y subsidios en un ejercicio discrecional y muchas veces condicionado a la lealtad política.
Mientras tanto, el discurso polarizante del presidente, que le han permitido controlar la agenda de lo público y descalificar a todos quienes le critican, ha tenido como efecto ocultar el carácter arbitrario de su gestión y legitimar la concentración absoluta del poder en su persona. El ejercicio del poder no ha obedecido a un plan coherente, sino que ha sido un conjunto de improvisaciones y ocurrencias que, si bien no han tenido consecuencias catastróficas gracias a la prudencia fiscal del presidente, han agravado la desinstitucionalización del Estado y su baja calidad de su desempeño. El debilitamiento del Estado, funcional a un presidente que concentra todas las decisiones, está teniendo como consecuencia que los ciudadanos tengan menos acceso a servicios dignos, que la delincuencia gane poder territorial y político y que la seguridad y la justicia sean relegadas de las prioridades gubernamentales.
Hasta mediados de 2021, la ambivalencia del discurso y la práctica presidenciales, siempre oscilando, de un lado, entre la discrecionalidad autoritaria y el desconocimiento y ataque a toda protesta contra su Gobierno, y de otro, respetando las libertades de prensa, reunión y asociación, permitía vislumbrar un equilibrio inestable en la hibridación de elementos autoritarios y democráticos sin poner en riesgo la precaria democracia construida en el largo proceso de transición. Pero la relativa derrota electoral sufrida por Morena en las elecciones legislativas de medio término en 2021, seguidas en 2022 por la falta de éxito en la absurda “consulta popular para el juicio a los expresidentes”, por la imposibilidad de hacer aprobar en el congreso una reforma constitucional en materia eléctrica y por el fallido referéndum “ratificatorio” de López Obrador (que no logró la participación deseada por el presidente), limitaron más los espacios políticos para el ejercicio autoritario del poder. Hay que agregar a estos factores el fracaso relativo de las megaobras presidenciales, a las cuales López Obrador ha apostado su lugar en la historia. La refinería de Tabasco claramente no refinará petróleo en este sexenio y sin embargo ya ha duplicado su costo; el Tren Maya enfrenta los problemas derivados de la improvisación, las resistencias sociales (y legales) de indígenas y ambientalistas y los sobrecostos monumentales derivados de la ausencia de planeación. El nuevo aeropuerto entró en “operación” sin ser terminado, pues carece de señalización nocturna, de vías de acceso y de instalaciones para el almacenamiento de carga, de aduanas y de conexión con el aeropuerto Benito Juárez, todo lo cual tomará años en ser construido.
Este es el contexto que explica la nueva deriva autoritaria del Gobierno de López Obrador, en la que los remanentes democráticos del régimen corren el riesgo de desmoronarse. Destaca, en este último año, el avance constante e imparable de la militarización, que está convirtiendo al Ejército, una institución formalmente apolítica que ha jugado un papel neutral en el proceso de democratización, en un sector estratégico para la gobernanza. Los militares son ya una parte esencial del Gobierno federal, sin que su estatuto especial en el régimen político mexicano posrevolucionario, que les dio una especie de patente de corzo para autogobernarse y para no rendir cuentas a la sociedad, se haya modificado. Donde los militares mandan, reina la opacidad, la discrecionalidad y el secreto. Esta es una paradoja, pues la justificación de López Obrador para poner a militares al frente de las aduanas, los controles fronterizos, las obras públicas estratégicas, varios aeropuertos y, ante todo, la seguridad pública, fue la necesidad de combatir la corrupción. Pues bien, la opacidad militar más bien abre una ventana de oportunidad a la corrupción institucionalizada. Por lo demás, el Ejército nunca fue una isla de honestidad dentro del mar de corrupción del régimen autoritario, sino, al menos en el caso de algunos mandos superiores, una parte integral de él, sobre todo por la necesidad histórica (dada la debilidad estructural del Estado) de que la institución armada se encargara de lidiar con los grupos del crimen organizado.
En semanas recientes, el presidente López Obrador escaló sus desafíos al orden jurídico. Ha declarado que el Ejército no regresará a los cuarteles después de que su Gobierno termine, que hará que la Guardia Nacional se integre legalmente al Ejército, y ya logró que el Tren Maya sea declarado asunto de “seguridad nacional”, como lo hizo con la construcción del aeropuerto Felipe Ángeles, para no verse limitado por las leyes que aplican a la regulación de los grandes proyectos de construcción. Estas decisiones constituyen un golpe de estado técnico, pues pasan por encima del congreso, de las instituciones de rendición de cuentas y del poder judicial. López Obrador desconoce, de facto, a los otros poderes de la unión. Pero más grave aún, la extravagante decisión de López Obrador de adelantar la sucesión presidencial y poner a competir a sus propios secretarios de estado entre sí, ha implicado desconocer la autoridad del Instituto Nacional Electoral y del Tribunal Electoral de la Federación, ya que los potenciales candidatos están desde ya haciendo campaña, en violación a las leyes electorales vigentes.
El Congreso, en el que es mayoría el partido oficial, Morena, está paralizado, por un lado, por la decisión de los partidos de oposición de no tramitar iniciativas de cambio constitucional que envíe el presidente y por otro, porque Morena no es un partido, sino un instrumento electoral de Lopez Obrador, sin agenda propia ni capacidad de decisión autónoma. En este punto cabe destacar la profunda irresponsabilidad política de ambos, la oposición y el presidente, que han cerrado la oportunidad del diálogo y la negociación. El último control posible a los exabruptos del presidente es la Suprema Corte de Justicia. Y los máximos jueces han sido y son presionados desde el poder, por lo cual o han pospuesto las decisiones estratégicas o han decidido de forma ambigua, evitando una confrontación con el presidente. Lamentablemente, hemos llegado a un punto de no retorno: o se detiene al presidente en su abierto reto al Estado de Derecho, o se cede la última plaza que detiene el proceso de autocratización en marcha. Lo que seguiría, de no haber capacidad de resistencia en el máximo tribunal, es la protesta social, hasta ahora en estado de latencia, pero que empieza a tomar forma a partir del terrible asesinato de dos sacerdotes jesuitas en la sierra de Chihuahua el mes pasado. La exigencia de paz y justicia es moral y políticamente incontestable y por tanto es una lucha civil a la que el presidente no puede descalificar. Si la designa como enemigo estará erosionando su propia legitimidad. Y es entonces que estaremos frente a un clásico movimiento social prodemocrático que desde abajo tratará de detener la deriva autoritaria.
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