¿Geopolítica narca?
La visita a Badiraguato del presidente López Obrador es o la apoteosis de la solidaridad con los que menos tienen o la demostración palpable de su alianza con el narcotráfico en general y con el cartel de Sinaloa en particular
La última visita del presidente López Obrador a Badiraguato, Sinaloa, ha tenido varias lecturas e interpretaciones. Las más notables han girado en torno a los dos ejes que dominan toda la narrativa nacional. El viaje presidencial es la apoteosis de la solidaridad con los que menos tienen, o es la demostración palpable de su alianza con el narcotráfico en general y ...
La última visita del presidente López Obrador a Badiraguato, Sinaloa, ha tenido varias lecturas e interpretaciones. Las más notables han girado en torno a los dos ejes que dominan toda la narrativa nacional. El viaje presidencial es la apoteosis de la solidaridad con los que menos tienen, o es la demostración palpable de su alianza con el narcotráfico en general y con el cartel de Sinaloa en particular. Como en tantas otras cosas, la polarización existente deja pocos espacios para la reflexión. O se está con el Presidente en todo y para todo, o se está en su contra con la misma rotundidad y alcances. Más allá de estas simplificaciones binarias, hay aspectos de la visita que merecen una consideración más serena. Especialmente, por lo que la implica en términos jurídicos y simbólicos, no solo del acontecimiento mismo, sino sobre las acciones futuras de diversos órganos estatales, la ciudadanía y la propia delincuencia.
No creo exagerar si afirmo que con la visita a Badiraguato el presidente López Obrador redefinió las fronteras del Estado mexicano. No me refiero desde luego a la modificación de los límites de los estados de Chihuahua, Durango y Sinaloa. Tampoco al ajuste de los vértices, lados o ángulos del llamado “triángulo dorado”. Me refiero a la delimitación de este polígono como un espacio nuevo, caracterizado no por lo que en él se produce o por las acciones delincuenciales que en él se realizan, sino por la condición de quienes lo habitan. Por gente “buena y trabajadora”.
Como no podría ser de otra manera, es muy probable que, en un espacio geográfico tan amplio, efectivamente habiten personas con esas características. Sin embargo, también están ahí quienes desde hace décadas han dedicado sus vidas a delinquir. Cuando el Presidente rebautiza la zona y a sus moradores como lo hizo, necesariamente se refirió a las actividades que se realizan en ese espacio y por esas personas. Si no hay ninguna necesidad de mencionar a quienes se comportan de acuerdo con lo que prevén las normas jurídicas federales, estatales y municipales, en realidad se aludió a quienes las contravienen. Dicho de otra manera, en las palabras del Presidente hubo un claro reconocimiento a que las personas que se dedican a la delincuencia en esa zona del país, son “buenas y trabajadoras”.
Al proceder como lo hizo —y con independencia de las razones que lo motivaron—, el Presidente constituyó una frontera para esa región del país. Estableció algunos límites a la acción estatal sobre la zona identificada. Si, en efecto, la gente que ahí vive tiene la condición moral señalada, ¿por qué motivo habría de enfrentar el reproche estatal? ¿Por qué razón, dicho de otra manera, debieran considerarse ilícitas las conductas de las personas referidas de manera abstracta por el Presidente?
Al fijar las fronteras como lo hizo, el Presidente generó, en primer lugar, un espacio de extraterritorialidad respecto a las legítimas pretensiones de total presencia territorial del Estado mexicano. Con sus palabras pretendió dotar de legitimidad a lo que sucede en un espacio geográfico específico, como si en ese lugar, no debieran aplicarse las normas jurídicas correspondientes o, al menos, como si no debieran aplicarse aquellas que significarían como delictivas las conductas de las “personas buenas y trabajadoras”. Las fronteras establecidas por el Presidente no solo conducen a la exclusión de la acción estatal, sino que también posibilitan que sean esas personas las que determinen mediante qué reglas van a regularse muchas de las conductas de la población que ahí habita. Lo que va a ser considerado un delito o una falta, por ejemplo, no será por lo que disponga el correspondiente código penal, sino por lo que establezcan las prácticas o mandatos de las propias “personas buenas y trabajadoras”.
Otra de las implicaciones de la resignificación del espacio “dorado”, tiene que ver con las posibilidades de actuación de la propia delincuencia. De una parte, desde luego, porque la extraterritorialidad constituida significa un límite para las autoridades estatales, pero no para quienes lo habitan. El hecho de que el Estado no vaya a actuar dentro de los espacios en que habitan las personas “buenas y trabajadoras”, en modo alguno implica que éstas vayan a limitar sus actuaciones al espacio que prácticamente les ha sido reconocido. Probablemente sin darse cuenta de los alcances de su decir y hacer, el Presidente ha constituido lo que en el viejo derecho se llamaba un “santuario”. Un espacio impenetrable de refugio para quienes actuaban fuera de él.
La delimitación del espacio para la gente “buena y trabajadora” genera otros problemas que, seguramente, tampoco tuvo en cuenta el presidente López Obrador. ¿Por qué limitar esa calificación a los habitantes de una zona cuando existen otras personas con los mismos atributos en otras regiones del país? Quienes habitan en Michoacán, Tamaulipas, Guanajuato o en cualquier otro estado o región, seguramente se estarán preguntando por qué a ellos no se les aplica la condición moral de quienes, en principio, pudieran ser sus adversarios o competidores. Si, en efecto, algún grupo se colocara en esa tesitura demandante, sus opciones no son difíciles de imaginar. Ante la desventaja que le implicaría la existencia del santuario, podría tratar de combatir no solo al grupo rival sino a las autoridades que la posibilitaron. Podría, también, demandar un espacio semejante para constituir y constituirse una extraterritorialidad propia, con independencia desde luego del desmembramiento espacial del Estado mexicano mismo.
En una muy evocativa acepción, en el Diccionario de la Real Academia se lee que la frontera es el “confín del Estado”. Creo que cuando el presidente López Obrador reconfiguró al “triángulo dorado” como el espacio habitado por “gente buena y trabajadora”, delimitó muy bien los nuevos límites estatales. Más allá de que el espacio tuviera su propia historia y sus propias costumbres, el Presidente lo constituyó como un espacio de extraterritorialidad. Él, con sus palabras y actos, le dio un sentido nuevo, no tanto por lo que ahí se hacía, sino por lo que en el futuro podrá hacerse. Terminó dándole existencia a la negación del modelo general de convivencia que democráticamente hemos tratado de establecer.
@JRCossio
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