Columna

Perder el norte de la censura

La censura solo actúa sobre aquel que, al hablar, se juega la vida y siente miedo. Aquel que no tiene miedo al hablar no puede ser censurado

El presidente estadounidense, Donald J. Trump, aparece en un televisor.JUSTIN LANE (EFE)

“Si cuentan los votos legales, gano fácilmente. Si cuentan los votos ilegales, pueden intentar robarnos las elecciones”, asevera el hombre de traje azul y corbata como bandera, en el instante que otra voz lo interrumpe: “no podemos ser parte de esta mentira”.

El pasado 5 de noviembre, dos días después de que se celebraran las elecciones en Estados Unidos, las principales cadenas de televisión de aquel país, en un suceso sin precedentes e inimaginable hasta hace algunas semanas, cortaron un mensaje televisivo de su presidente en funciones, el republicano Donald Trump.

Durante los ...

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“Si cuentan los votos legales, gano fácilmente. Si cuentan los votos ilegales, pueden intentar robarnos las elecciones”, asevera el hombre de traje azul y corbata como bandera, en el instante que otra voz lo interrumpe: “no podemos ser parte de esta mentira”.

El pasado 5 de noviembre, dos días después de que se celebraran las elecciones en Estados Unidos, las principales cadenas de televisión de aquel país, en un suceso sin precedentes e inimaginable hasta hace algunas semanas, cortaron un mensaje televisivo de su presidente en funciones, el republicano Donald Trump.

Durante los días y las semanas previas a dicho suceso, al interior de las oficinas de Facebook, Twitter, Instagram, WhatsApp, Linkedin y Snapchat, es decir, en el seno de las redes sociales que cuentan con un mayor número de usuarios y, por ende, con un mayor tráfico e impacto final —hasta antes de estas elecciones, el 62% de los adultos en Estados Unidos se informaba a través de las redes sociales, según el Pew Research Center—, se llevaron a cabo diversos procesos de discusión y resolución que terminaron dando lugar a acciones similares a las de las televisoras: muchos de los mensajes del presidente Trump fueron “cortados”.

Por supuesto, ni la decisión de las televisoras ni las diversas decisiones de los gigantes de las redes sociales, como tampoco las decisiones que, en ese mismo sentido, es decir, en el de acallar la información no comprobada, las distorsiones malintencionadas, las fake news o las mentiras del presidente —así como de otros candidatos, directivos de campañas o figuras icónicas de los partidos republicano y demócrata— tomaron las principales plataformas de marcadores sociales, agregadores de textos a noticias o distribución de vídeos —no se debe obviar que Reddit, Tumblr, YouTube y Vine tienen incluso más impacto que las redes sociales; Reddit, de hecho, es la herramienta que más ciudadanos utilizan hoy en día para informarse en Estados Unidos, según la fundación John S. y James L. Knigth— fueron decisiones escindidas del contexto social.

De hecho, dichas decisiones, que obviamente también se tomaron bajo parámetros de costo-beneficio, de futuros económicos, de resguardos legales y de complicidades políticas por venir, fueron, principal y esencialmente, consecuencia de la presión pública, es decir, del hartazgo que la mayoría de la población manifestó ante la impunidad con que el engaño, la trampa, el artificio, la picardía y el ardid —cuyos vectores son siempre verticales, es decir, se mueven desde arriba hacia abajo— se había adueñado de la vida cotidiana y de los dos lenguajes principales que esta tiene, de los dos lenguajes fundamentales, pues, en los que esta transcurre: las palabras y las imágenes —el ciudadano, finalmente, se cansó de que le mintiera una frase, tanto como se cansó de que le mintiera una fotografía—. No nos engañemos, los empresarios de los medios de comunicación, tanto como los dueños del universo digital, conocen su negocio y, además de saber reconocer hacia dónde soplan los vientos económicos y políticos, saben reconocer hacia dónde soplan los vientos de los deseos populares —qué otra explicación se puede dar, si no, al rompimiento de Murdoch y Trump; qué otra a los inesperados, pero también inevitables, despertares de Mark Zuckerberg, Jack Dorsey y Steve Huffman, quienes de pronto emergieron de sus comas profundos—.

Pensar que las grandes cadenas de televisión, que las todopoderosas redes sociales y que las hambrientas plataformas de marcadores sociales, agregadores de textos a noticias o distribución de vídeos cortaron al presidente única y exclusivamente por motivos verticales es negar el poder horizontal de la población; es, en otras palabras, reconocer la existencia del interés y del valor individual, como escribiera Judith Butler, pero negar la del interés común y la del acto solidario. La situación, me parece, es reconocer y comprender que detrás de ciertos actos que normalmente responden a la lógica tradicional de la política más vieja, puede haber actuado un procedimiento informal que, motivado por la horizontalidad y sus derroteros, busca alcanzar —y alcanza— nuevos ideales de igualdad, inclusividad y antiautoritarismo. Allí donde usualmente colocamos nuestras sospechas y nuestros resquemores, de vez en cuando deberíamos colocar nuestra valentía y nuestras esperanzas.

Por supuesto, este asunto, que no es otro, finalmente, que el de dirimir si el acto de “cortar” a un presiente es consecuencia de un suceso de valentía individual o de un suceso de solidaridad común, se vuelve aún más complicado cuando se trae a colación, cuando se mete en la discusión el tema de la censura. Y es que parecería que, de pronto —a consecuencia, quizá, de llevar tanto tiempo extraviados en el imperio de la información no comprobable, de la distorsión voluntaria, de las fake news normalizadas y de las mentiras que continuamente escupen los políticos—, la censura no fuera, no haya sido, no sea siempre, por definición, un acto vertical: el atropello que comete el poderoso, la mordaza que se le impone al oprimido.

Parecería, pues, que de repente hubiéramos perdido el norte, que de golpe se nos hubiera olvidado que la censura es una violación de los derechos de aquel a quien nadie le respeta sus derechos; que, de pronto, se nos hubiera olvidado que el ejercicio público de la libertad es, precisamente, un ejercicio que debe estar siempre en contra de la violencia y en favor de la igualdad; que, de golpe, se nos hubiera olvidado que la única regla que tenemos para dirimir nuestro derecho a decir es que, antes de decir, nos reconozcamos los unos a los otros.

No se censura, otra vez, en palabras de Judith Butler, a aquel que no defiende una vida vivible para todos. Porque es, precisamente, quien no defiende esa forma de vida, quien considera que no todos los seres humanos son iguales ni son sujetos de los mismos derechos, el que censura, desde la verticalidad de su imaginario, de su posición y de su poder.

Callarlo, cortar su mensaje vertical es, en cambio, anteponer el nosotros al yo; es, desde el silencio, ese lenguaje que todos compartimos y cuya fuerza es uno de los pilares de la horizontalidad, defender el derecho de todos los cuerpos y de todas las voces sin derechos a existir.

No olvidemos, por último, como dijera Foucault, que la censura solo actúa sobre aquel que, al hablar, se juega la vida y siente miedo, porque queda expuesto a un peligro.

Aquel que no tiene miedo al hablar ni se la juega, no puede ser censurado.

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