Nosotros, la prensa, el enemigo de López Obrador
El presidente mexicano sabe que criticar a los medios es redituable porque muchos de ellos fueron cómplices del autoritarismo priista o del oportunismo panista que gobernó México durante 80 años
Antes de cumplir dos años al frente del Gobierno de México, Andrés Manuel López Obrador ha dejado claro que la prensa será la enemiga del sexenio. Esta decisión, que se traduce en acoso verbal, financiero y burocrático contra diferentes periodistas, pone en riesgo la vida democrática en un país donde la calidad de la información a la que tiene acceso la ciudadanía estaba en su propia ruta de maduración, meta que puede truncarse por la férrea animadversión a la crítica de un presidente que se autonombra como transformador de la Historia mexicana, con mayúscula.
Para entender lo que hoy o...
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Antes de cumplir dos años al frente del Gobierno de México, Andrés Manuel López Obrador ha dejado claro que la prensa será la enemiga del sexenio. Esta decisión, que se traduce en acoso verbal, financiero y burocrático contra diferentes periodistas, pone en riesgo la vida democrática en un país donde la calidad de la información a la que tiene acceso la ciudadanía estaba en su propia ruta de maduración, meta que puede truncarse por la férrea animadversión a la crítica de un presidente que se autonombra como transformador de la Historia mexicana, con mayúscula.
Para entender lo que hoy ocurre en suelo mexicano entre la prensa y el máximo poder hay que comenzar por reconocer que AMLO —como todo mundo llama al presidente, al punto de que éste ya registró esas siglas como marca industrial— sabe que criticar a los medios es redituable porque estos tienen su propia deuda con la sociedad: muchos de ellos fueron cómplices del autoritarismo priista o del oportunismo panista que gobernó México durante 80 años.
La historia del autocrático presidencialismo mexicano pasa por el sometimiento de la prensa. Y no pocas veces periodistas y medios se alineaban al poder con apenas disimulado gusto, o incluso mediante burdas complicidades para hacer pingües negocios al amparo del poder. Eso aplica al pasado... pero también al presente.
Siempre hubo excepciones a tal regla, y en los últimos 50 años diversas iniciativas periodísticas han, en diferentes periodos, plantado cara al Gobierno en turno, pagando con persecuciones, violencia, despidos o boicots publicitarios la osadía de ese compromiso social, de esa libertad para actuar en disidencia al discurso oficial —AMLO seguro calificaría a eso como un desplante de “arrogancia”, pues así define a quienes no atienden un llamado presidencial.
Pero en términos generales, la maduración democrática de este país norteamericano se aceleró cuando los reclamos sociales encontraron espacio en importantes medios de información. Por eso la oposición invitaba en el turbulento 1988, cuando en las elecciones de ese año la derecha y la izquierda tuvieron fuertes candidatos e hicieron crujir el sistema priista, a no ver las noticias de Televisa, el medio de mayor penetración entonces y ahora.
De ese año para acá la democracia mexicana había dado tumbos, mayormente para bien. Y bastantes medios de entonces se han abierto —no lo suficiente y no sin riesgo de retroceso— a la sociedad, al tiempo que han nacido nuevas plataformas mediáticas y, desde luego, se ha masificado internet, dotando de herramientas de difusión a periodistas que en otras condiciones habrían tenido las puertas cerradas y un acceso marginal sino que imposible a los ciudadanos. Solo para ejemplificar: hace apenas cinco años la más influyente periodista de radio, Carmen Aristegui, fue privada de antena por haber denunciado corrupción presidencial, y dado que increíblemente ningún radiodifusor la contrató, tuvo que refugiarse durante un par de años en internet, lo cual le hizo perder audiencia.
Con ese contexto, no es una paradoja menor que hoy López Obrador combata a la prensa cuando en cierta medida es por la labor de ésta que se explica su llegada a la presidencia de la República mexicana, al menos en su tercer intento. Porque sin duda sus posibilidades de ganar en los comicios de 2006 fueron mermadas, en parte, por la amplia campaña mediática que le tachó como un “peligro para México”. Si se recuerda que esa elección se definió por apenas el 0,56% de los votos, es imposible no reconocer que los medios que le combatieron con buenas y malas mañas jugaron un papel definitivo para dinamitar entonces el camino al hoy mandatario.
En 2018, en cambio, los medios jugaron un doble papel: fueron investigaciones periodísticas las que desde 2012 desnudaron a los priistas de Peña Nieto como una pandilla de insaciables ladrones incapaces de contener su cleptomanía, revelaciones que pavimentaron el triunfo de López Obrador, denunciante durante tres décadas de las truculencias del PRI. Y de cara a la elección de hace dos años, la prensa, en términos generales, entendió bien pronto que en esta ocasión la sociedad favorecía a AMLO, y salvo contadas excepciones se le cubrió con tersura, descontando su victoria y, quizá, consintiendo que era cosa buena y urgente para el país la agenda de combate a la corrupción que el candidato de Morena prometía.
La noche de su triunfo electoral, en un Zócalo repleto pero sobre todo llegando a todos los confines nacionales gracias a la masiva cobertura mediática de ese hito democrático —la llegada a la silla presidencial de un movimiento presuntamente de izquierdas—, Andrés Manuel prometió que nadie durante su Gobierno sería perseguido por ejercer la libertad de expresión. Casi 27 meses después de ese 1 de julio, la prensa es, en los hechos, la enemiga elegida por AMLO y el ejercicio de la denuncia periodística o de la opinión crítica son sujetos a descalificaciones cotidianas por parte de él y de sus colaboradores, uno de los cuales llegó la semana pasada al punto de sugerir a los críticos optar por el autoexilio, e incluso su Gobierno ha procedido a medidas draconianas como la desproporcionada multa a la revista Nexos, que deberá pagar casi 40.000 euros por haber vendido en 2018 publicidad oficial por un monto de escasos de 3.000 euros —el mes pasado la actual Administración acusó que en esa añeja venta la publicación habría entregado una constancia de obligaciones tributarias irregular, hecho que en su momento no fue considerado por la autoridad como falla grave—. Esa presunta irregularidad administrativa ha sido desenterrada, y a la luz de los nuevos gobernantes, además de la multa, la revista, y su editorial de libros Cal y Arena, serán impedidos de hacer negocios con cualquier ente oficial por dos años, lo cual les cierra el camino no solo a la publicidad oficial sino a los estantes de la nada irrelevante cadena de librerías del Estado. Una locura de castigo, digno del realismo tragicómico de las repúblicas bananeras.
Si bien la escalada de este Gobierno contra la prensa parece haber llegado a un punto sin retorno, es importante decir que contrario a su oferta hecha en la noche de la victoria, fue desde el inicio mismo de su presidencia que López Obrador ha denostado a diarios y revistas críticas, favorecido con publicidad a sus aliados —el diario La Jornada, pero también las televisoras que tanto le combatieron en 2006—, descalificado los reportes de distintas publicaciones internacionales —entre ellas El País— al advertir que detrás de cada revelación de ineficiencias de su Administración o críticas a sus políticas hay intereses identificados con el conservadurismo o con actores que resienten su agenda de contrarreformas.
A Andrés Manuel no le falta razón. Sí hay gente que ve en el modelo que propone una ruta al pasado, sí hay quien reclama que se abandone un sistema que daba a México un mediocre avance anual de 2% del PIB en promedio al tiempo que tenía a 53 millones de mexicanos, más del 40% de la población, en pobreza. Esos críticos han ido subiendo el tono desde que en 2019 la atrabiliaria cancelación de importantes proyectos de infraestructura firmados desde el sexenio anterior, y un encendido discurso nacionalista en las políticas de energía de AMLO, desalentaron las inversiones nacionales y extranjeras al punto de llevar a cero el crecimiento del país en el año previo a la pandemia. Sí, el presidente de México, vaya novedad, tiene críticos.
Con la llegada del coronavirus al país y la consiguiente parálisis económica por el encierro de la población, López Obrador resiente y reclama con mayor ahínco cada crítica y todo reportaje que desvele documentalmente obviedades para cualquier mexicano: que hay muchos más muertos por la covid-19 que los que reconoce el Gobierno, que la crisis económica está lejos de irse, contrario a lo que proclama cada rato el presidente, y que la administración no ha modificado un ápice polémicos proyectos prepandemia, que succionan desmesuradamente recursos públicos que podrían haber sido redireccionados a apoyos para proteger los empleos.
Pero si el presidente ha dejado claro que le enervan esas críticas, devolviendo en sus conferencias mañaneras cada uno de lo que él considera golpes indebidos, López Obrador tiene dos nervios que al ser tocados le provocan salidas destempladas.
No perdona los señalamientos de que su Gobierno es similar a todos los anteriores a la hora de tolerar la escándalos de corrupción de sus allegados: trató incluso de justificar el actuar de uno de sus hermanos, que el mes pasado fue exhibido en dos videos recolectando efectivo para Morena, el partido del presidente (las imágenes fueron un golpe atronador, aunque las imágenes reveladas correspondieran a 2015). El ánimo por minimizar esos hechos, contrarios a la ley electoral, llegó al punto de que el presidente y su esposa mencionaron por separado que en momentos históricos, la independencia de la que esta semana se celebran 210 años y la revolución de hace casi 110, los insurgentes se allegaron recursos de donde podían.
El otro nervio candente en el sistema lopezobradorista es el que corresponde a la hipersensibilidad que le provocan críticos de antaño, como Enrique Krauze, cabeza del grupo Letras Libres, y Héctor Aguilar Camín, de Nexos.
Ambos escritores tienen, además de sus revistas, columnas en diarios y regulares participaciones en tertulias radiofónicas y televisivas. Y ambos han sido elegidos por el presidente como sus enemigos, a la par de publicaciones como El Universal, Proceso, Reforma y más recientemente El Financiero (donde para total transparencia yo publico cinco veces a la semana). Pero un presidente descontento con la prensa no es noticia en ningún lado, ni en las democracias más consolidadas. Qué es lo que hace particularmente distinto, y riesgoso, el momento lopezobradoriano de la prensa mexicana.
Para empezar, que el de AMLO no es un Gobierno cualquiera. No reconoce los límites impuestos por leyes y juego democrático, léase el tener que convivir con la autonomía de otros poderes y contrapesos. Porque López Obrador no se ve como un presidente más. Lo cual es mucho en un régimen que ya de por sí permitía al mandatario concentrar todo tipo de poder legal y formal durante seis años. No. Lo que hace particularmente grave este momento es la creencia, totalmente manifiesta y cándidamente asumida por los suyos, de que él es el artífice de un momento fundacional para la nación mexicana. Y dado que en 2018 logró mayorías en las cámaras de diputados y senadores, cosa que no ocurría a presidente alguno desde 1994, y vista su determinación para forzar renuncias de jueces del Supremo y de líderes de importantes gremios, como el petrolero, por ejemplo; así como para iniciar pesquisas en contra de empresarios y miembros de partidos opositores, el resultado es que en la oposición formal los actores o son muy pequeños, incluso irrelevantes en términos de darles el trato de alter ego utilitario para su retórica de resistencia al cambio, o simplemente se pliegan calladamente, sabedores de que el cualquier momento pueden ser llamados a los tribunales a declarar por presuntos negocios del pasado que serán ventilados, en violación a la presunción de inocencia, en las conferencias mañaneras, donde AMLO expone denuncias sin detenerse en su veracidad, sustento o incluso legalidad.
En ese panorama, ante una oposición en retirada o, en el mejor de los casos, sin capacidad de hacer oír su voz, frente al ímpetu unipersonal del estilo de gobernar de López Obrador solo queda la prensa. Diría, para no parecer protagónico con mi gremio, que uno creería que también queda el poder Judicial, pero éste no ha probado aún que sabrá hacer respetar la letra de la ley, antes que acomodarse al dictado de la justicia según la interpreta, sin rubor alguno en frecuentes discursos, Andrés Manuel.
Entonces, la prensa, particularmente la mexicana pero no solo ésta, ha sido elegida por López Obrador como el único obstáculo entre su proyecto y la Historia. Y tiene razón. La prensa, entre ellos Proceso o Reforma, denunció la corrupción de tiempos de Salinas o Zedillo. Y gente como Krauze y Aguilar Camín promovieron debates donde se desnudó al régimen priista o a sus sucesores panistas. Es decir, esas y otras publicaciones, esos intelectuales y otros, forman parte de un modelo de pluralidad, de un ejercicio de la crítica. Donde también estuvo, justo es decirlo, La Jornada. Pero López Obrador hoy manifiesta, y en los hechos ejecuta acciones tendientes a eso, que busca demoler el modelo “neoliberal” de las últimas décadas. Lo que no teníamos tan claro, pero hoy es inocultable, es que en esa destrucción de instituciones él incluye a los medios que no le consecuenten acríticamente: y él lo ha dejado claro desde julio de 2019, la prensa, según manifestó en un intercambio con un reportero de Proceso en una mañanera, debe apoyarlo en su transformación del país.
Por eso, porque no entiende los límites convencionales de las imperfectas instituciones mexicanas, sino que se cree llamado a una renovación radical, es que demanda sumisión, porque no entiende el rito pasajero del poder, no porque se quiera perpetuar, sino casi por lo contrario: sabe que seis años es muy poco si de lo que se trata es de desmontar un edificio gubernamental que lleva décadas en construcción para instalar uno alternativo, uno que busca, sí, privilegiar a los más pobres. Él sabe que el tiempo apremia, así que no tolera la más mínima contestación porque no quiere abrir espacio para debates que le consuman semanas o meses; pero también porque no cree en la legitimidad de quienes le aceptan sus objetivos pero le cuestionan, con evidencia y ejemplos de buenas prácticas probadas, sus artesanales, por decir lo menos, métodos. Porque en su mente, él fue elegido, y no solo por ciudadanos de hoy sino por ese ente que él llama pueblo, al que considera uno solo desde la fundación mexicana hace cinco siglos, para cambiar definitivamente el rumbo, mientras que a la prensa, a sus críticos —considera— nadie, sino acaso poderes fácticos, los respaldan.
Así que ve a los periodistas como opositores sin legitimidad, como emisarios de quienes ven afectados sus intereses y como piedras que sí pueden dificultarle un supuesto cambio histórico. Como enemigos de su Gobierno.
La prensa en México, reitero, siempre ha estado lejos de la perfección o siquiera de la ejemplaridad. Y, encima, no es un gremio unido, ni menos uniforme en calidad independientemente de sus tendencias.
Tiene razón el presidente de México cuando reclama que hay medios que son plataforma de intereses privados, empresariales pues, más que voceros de y para los ciudadanos. Sí, pero lo que resulta incomprensible es que declare eso sin morderse la lengua, pues si de alguien tiene apoyo hoy su Gobierno es de los grandes medios —particularmente las cuatro televisoras— a las que no solo consiente con publicidad o contratos, sino que integra a diversos proyectos, como la educación a distancia de 30 millones de niños, obligada por la pandemia. A cambio, el mandatario —en eso también es idéntico a sus antecesores— obtiene muchas veces una cobertura a modo. Y ese es el reverso de la misma moneda de tratar a los medios como enemigos: intenta la sumisión de los grandes televisores al tiempo que deplora a los críticos. Solo para no hacer un brochazo injusto: en esas empresas colaboran algunos de los intelectuales y periodistas más importantes de esta generación, así que la alianza con las televisoras no han cerrado (hasta ahora) todos los espacios a la crítica.
Pero avisados estamos los periodistas de que quienes no se plieguen, serán vistos como enemigos, una palabra que debería estar reservada a los tiempos de guerra, un término que no cabe, en democracia alguna, para quien simplemente disiente o critica.
El otoño mexicano luce sombrío. Un importante columnista de abierta e histórica oposición al presidente tomó hace unas semanas la inopinada decisión de irse a cubrir la elección trumpista. Quien no lea en ello una innegable consecuencia del ambiente que el presidente ha ido volviendo irrespirable para sus críticos es que no tiene de leer ni la capacidad que a uno le dotan en párvulos.
La multa a Nexos, la invitación de Paco Ignacio Taibo II, un mexicano migrante, a Krauze para que se busque otro país, las campañas en redes contra Reforma o Carlos Loret de Mola, y la maliciosa exhibición, que no detallaré para no abusar aún más de ustedes lectores, de las organizaciones, entre ellas el importante medio periodístico Animal Político, que reciben financiamiento de organismos internacionales para hacer investigaciones, ya eran mala noticia para periodistas y reporteros de un país que casi cada mes ve cómo matan, en total impunidad, a un colega. Y ahora, tenemos que lidiar con una diana en el pecho que reza “enemigo del cambio” que nos ha puesto el presidente, quien en lo más íntimo claro que sabe que esta empresa está destinada al fracaso, que no hay en la historia un solo momento perdurable donde un gobernante imponga a toda la sociedad una sola voz: la suya.
La prensa en México no era fuerte antes de 2018. Destilaba vitalidad, eso sí, de muchas y muchos periodistas que no piden permiso para trabajar. Que no se amilanan frente al soez abuso que los poderosos, privados y públicos, que contratan robots para tratar de manchar y aislar en las redes sociales a genuinos mensajeros de información comprometida con la veracidad posible, con la pluralidad deseable.
Pero no por ello, no porque la prensa digna de ese nombre esté dispuesta a resistir este declarado embate del lopezobradorismo es menor el riesgo que correrán los periodistas al ser vistos como enemigos: desde campañas de desprestigio en internet hasta la posibilidad de atentados que vulneren la integridad de personas y medios, pasando por hechizas pesquisas tributarias o el uso del aparato gubernamental para acosar al mensajero.
Los amigos de AMLO en la prensa en realidad son hombres de negocios que lo ven a él como antes vieron a panistas o priistas, como reyezuelos a los que hay que reverenciar a cambio de títulos y dinero.
La prensa que no está con él no es su enemiga, ni personal ni de su proyecto. Es, cuando mucho, aliada de los reclamos ciudadanos. Y no por acallar a la primera terminarán los segundos. Ya lo descubrirá el señor presidente, aunque para entonces se habrán pagado innecesarios costos no para él, sino para todos. Incluyendo su Gobierno, que no mejorará porque rechaza críticas y sugerencias. Ni modo. Es lo que hay hoy en México en tiempos de Andrés Manuel López Obrador.