Columna

Del mundo material a lo inefable

Entre el "yo hago imitaciones" de Aristóteles y los tiempos que vivimos, la literatura, además de convertirse en el mapa hidrográfico de lo tangible, inundó los territorios de lo intangible

Un hombre lee en una librería pública de Ciudad de México.Juan Jacobo Zanella Gonzalez (Getty Images)

Son muchos los siglos que han pasado —más de dos milenios, de hecho— desde que Aristóteles declarara, buscando condensar en unas cuantas palabras el sentido último de su trabajo: "yo hago imitaciones".

Y es que, aunque durante la mayoría de esos siglos y milenios era correcto afirmar que la literatura buscaba imitar la vida, ese tiempo queda en el pasado —temporal y mental— pues el oficio, tras haber trazado una línea, aunque nunca recta, empezó a bifurcarse: como un río que, en vez de volver a desviarse, da lugar a nuevos afluentes.

Por supuesto, la velocidad con que esos afluen...

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Son muchos los siglos que han pasado —más de dos milenios, de hecho— desde que Aristóteles declarara, buscando condensar en unas cuantas palabras el sentido último de su trabajo: "yo hago imitaciones".

Y es que, aunque durante la mayoría de esos siglos y milenios era correcto afirmar que la literatura buscaba imitar la vida, ese tiempo queda en el pasado —temporal y mental— pues el oficio, tras haber trazado una línea, aunque nunca recta, empezó a bifurcarse: como un río que, en vez de volver a desviarse, da lugar a nuevos afluentes.

Por supuesto, la velocidad con que esos afluentes habrían, a su vez, de multiplicarse, engendrando brazos, riachuelos e incontables arroyos, es decir, la velocidad con la que el río original terminó por convertirse en el mapa hidrográfico que hoy deslinda los territorios de nuestra biblioteca universal, no ha sido otra que la velocidad con la que el ser humano fue complejizando su relación con el mundo.

Si algo podemos afirmar hoy, es que aquello que alguna vez resultó imitable terminó por convertirse, tanto por dimensión como por densidad pero también por ambigüedad y sensibilidad, en algo inimitable. Para sobrevivir, pero también para que el vergel de su afluente original no estuviera rodeado solo de desiertos, es decir, para regar las tierras que los exploradores iban encontrando, la literatura renunció a lo inabarcable y convirtió, poco después, esa renuncia en su sentido más profundo.

—”Entonces, comprendió de dónde salía aquella sensación de carencia. Surgía de la tristeza que, desde siempre, yace en los cimientos de todo, está presente en todas las cosas y en cada fenómeno: es imposible entenderlo todo al mismo tiempo”, escribe Olga Tokarczuk en Un lugar llamado Antaño—.

Digo su sentido más profundo porque no solo determinó —no solo determina— el caudal de la pluralidad, también el de la singularidad, haciendo posibles el resto de las aguas que hoy navegamos, remontamos o dejamos solo que nos lleven: las que resultan de la deflagración de paradigmas, las que sobrevienen a la explosión de ideas generalizadas, las que suceden tras un cisma en la moral, las que dejan la implosión de un lenguaje, las que irrumpen con una nueva percepción, las que desatan las más ínfimas cuestiones de una sensibilidad insospechada o las que revuelven las dinamitas del azar.

Y es que, habiendo renunciado al todo en tanto tal, habiendo aceptado el inmenso reto de la fragmentación, que le devuelve a lo inabarcable su condición de abarcable, que lo transforma pues en re-abarcable, tanto importa hacer imitaciones, decía Aristóteles, como convertirse “en secretario de lo invisible”, según afirmó, hace apenas un par de décadas, el escritor polaco Czeslaw Milosz —quien también escribió el siguiente verso: “lo que alguna vez fue grande, ya se volvió pequeño”—, igual que tanto importa que el río se bifurque tras cismas de proporciones románticas, modernistas o existencialistas, como que se bifurque con iluminaciones minúsculas.

Iluminaciones minúsculas, no esperaba que estas dos palabras fueran las que me salieran —tan evidentemente expoliadas de las aguas benjamineanas y de las zweigueanas— para hablar de lo que voy a hablar ahora, pues de rupturas, vanguardias y contracultura, por poner otros ejemplos igual de manoseados y complejos como esto que aquí manoseo como si fueran algo mucho más sencillo, se ha escrito suficiente y me resultan mucho menos estimulantes. Iluminaciones minúsculas: una pieza en el centro de la sala de un museo, el apodo de un vecino que trabaja en el gobierno, el instante en que la escritura de una entrada para un diario transforma para siempre a la novela, el momento en que una confesión trastoca, también para siempre, a la escritura.

La pieza de museo: hacia la segunda década del siglo XX, en la sala principal del Neues Museum de Berlín, se exhibe un escarabajo de piedra color ocre, un escarabajo del tamaño de una papaya madura que alguien talló en las riberas del Nilo, tres milenios antes de ese momento, decía, en el que, hacia la segunda década del siglo XX, podemos imaginar cómo lo admiran varios espectadores, entre los cuales se encontraría un joven de Praga, que no consigue, aunque eso querría, separar su mirada de la pieza, del insecto con el que, de golpe, se siente profunda y solidariamente identificado: acaban de cristalizar en un todo el drama del mundo y el dolor del individuo, el asombro y el miedo.

La entrada del diario: luego de haber publicado dos novelas, Virginia Woolf pasa por una época de bloqueo. Le queda sólo su diario, al que se entrega de manera absoluta, dejándose llevar por el discurso sin diques de su mente. Estamos, otra vez, en la segunda mitad del siglo XX, en la tarde en que la escritora inglesa cierra los ojos un instante, siente cómo se le acelera la sangre en las venas, se levanta y escribe a Katerine Mansfield: “Acaba de asaltarme, por fin, una idea sobre una forma nueva para hacer una novela. Una novela que sea solo pensamientos y sentimientos, nada de tazas ni de mesas”.

El apodo del vecino: Mijaíl Bulgákov tiene un vecino que, según ha ido ascendiendo en el partido y la administración, se ha ido convirtiendo en otra persona. En tales circunstancias, a mediados, también, de la segunda década del siglo XX, el autor de El maestro y Margarita escucha que una señora se refiere a ese hombre como “el perro”. Entonces, ahí, en la escalera, Bulgákov siente la corriente eléctrica que engendraría al perro callejero que, tras trasplantarle un corazón humano, se convierte en un burócrata.

La confesión: estamos, otra vez, en la segunda década del siglo XX, en la casa de Jeanne de Vietinghoff, amiga íntima de la madre de Marguerite Yourcenar, quien, sentada a la mesa de su anfitriona, escucha, sorprendida y enmudecida, la historia que la mujer le está contando. Trata de la confesión de su marido, quien le ha escrito una carta en la que reconoce su homosexualidad y anuncia su decisión de abandonarla.

"Un deseo de verdad", eso era lo que Yourcenar decía que había impulsado al marido de la amiga de su madre. Y, por eso, "un deseo de verdad" sería lo que impulsaría, primero, al personaje de Alexis o el tratado del inútil combate, para impulsar después toda la escritura de Marguerite: no la verdad, sino el deseo de verdad.

—”Dios se quedó solo. Lo echaba de menos. Sufría mucho al pensar que había sido abandonado y soñó que Él había expulsado al hombre del paraíso. ‘Vuelve conmigo. El mundo es horrible y te puede matar', tronó desde las nubes tormentosas. ‘Déjame en paz, conseguiré apañármelas’, contestó el hombre. Y se fue”, escribe también Olga Tokarczuk, en Un lugar llamado Antaño—.

Entre aquella vieja sentencia que dice "yo hago imitaciones" y los tiempos que vivimos, la literatura, además de convertirse en el mapa hidrográfico de nuestro mundo tangible, inundó los territorios de lo intangible.

Y los escritores salieron en busca de los territorios de lo inestable, lo mutable, lo inefable y lo invisible, para volverse secretarios, como dijera Czeslaw Milosz.

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