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Pablo Picatto: “El sistema de seguridad y justicia que se formó con el PRI está diseñado para no funcionar bien”

El académico acaba de publicar ‘Historia Mínima de la Violencia en México’, un repaso a la constelación de conflictos armados que ha vivido México desde la Revolución y un intento de explicar el presente

Si algo destaca de la larga cadena de violencias que ha atenazado la vida de México en el último siglo, es la voluntad de construir. Puede sonar paradójico, y quizá lo sea, pero es una de las conclusiones que el lector saca al concluir Historia Mínima de la Violencia en México, última obra del académico Pablo Picatto (Córdoba, Argentina, 1962). Paradójico, y también algo irónico, al menos en apariencia. Aunque en el fondo, esa pulsión visceral de las batallas por la tierra de los primeros años tras la Revolución, de las mismas luchas religiosas de las décadas siguientes, de la insurgencia guerrillera posterior o incluso de las hordas de pistoleros que proliferaron mediado el siglo, respondía al caos colosal de querer imponer un futuro.

Picatto llegó a México en 1976, momento interesante para la historia nacional. Tenía 12 años, cuando él y su familia huyeron de la Argentina de los generales. Su padre, periodista, vio en el país norteamericano un buen destino. “Salió la oportunidad de trabajar en el Excelsior, pero justo cuando llegamos fue el golpe”, dice. El autor se refiere al mazazo que arreó el Gobierno de Luis Echeverría al gran diario nacional, dirigido entonces por Julio Scherer. Echeverría, ejemplo perfecto del PRI todopoderoso de aquellos años, arrebató el control del diario a los periodistas y se lo dejó a un grupo de afectos, que redujo la influencia del diario y su capacidad investigativa a la nada.

De aquel niño víctima de varias violencias, surgió un académico intrigado para siempre. “Supongo que en el fondo voy a tener siempre una pregunta sobre la forma en que la violencia puede transformar las vidas de la gente”, dice desde su casa en Nueva York, donde da clases en la Universidad de Columbia. “Pero claro, era algo totalmente distinto, grupos paramilitares, el Gobierno, que andaba detrás de mi papá… Creo que los historiadores siempre estamos dando vueltas a temas que traemos en la cabeza y que tratamos de entender mirando la historia”, señala.

Pregunta. En la primera parte del libro, escribe una frase interesante sobre la violencia por el uso de la tierra, y dice que “no trataba de lograr la destrucción final del enemigo, como durante la Revolución, sino de construir un orden basado en la dominación de un grupo”. Es decir, la violencia como tabique, como columna de un régimen que apenas nacía. ¿Hay otros ejemplos comparables en América Latina, el mundo?

Respuesta. Lo que creo que es particular del caso mexicano es que la violencia agraria tenía siempre como objetivo llegar a una consolidación legal. No era simplemente el uso de la fuerza para apropiarse de la tierra, sino para iniciar un proceso que eventualmente llevaría a un decreto presidencial de cesión de las tierras. Los grupos de campesinos querían un decreto que se las confirmara. Y muchos de los hacendados, de los caciques que peleaban contra ellos, querían igualmente un certificado, para vacunarlos contra la reforma agraria.

P. La violencia como recurso para imponer legalidad, para acceder a una certeza.

R. Las leyes le daban flexibilidad al Gobierno para apoyar a cualquiera de los dos. Y era siempre una cuestión de poder, a ver quién tenía la fuerza como para lograr su objetivo. A veces los grupos agraristas eran necesarios para el Gobierno y entonces tenían que darles tierras. Pasó mucho en Michoacán, Veracruz, Morelos… Pero otras veces, el que tenía la palanca era el cacique, que podía frenar esos procesos de distribución.

P. A uno de esos caciques lo menciona usted mucho, Gonzalo N Santos, de San Luis Potosí, que era además un déspota, un tipo que parecía orgulloso de la violencia desplegada.

R. Un personaje fascinante. Sus memorias son un libro increíble, más gente debería leerlas. Él asume su poder como un experto en el uso de la violencia, como alguien que carecía de todo escrúpulo moral en la política. Y en eso refleja algo que sucedía más sistémicamente: esta elevación de un grupo de veteranos de la Revolución, de caciques que tenían los pistoleros, los recursos, el poder a nivel estatal, y hacían lo que querían… Santos es muy interesante, porque dice lo que muchos hacían, sin decirlo. Es decir, ‘a mí me vale lo que diga la ley o el presidente, yo mando y lo hago a mi manera’.

P. La ley soy yo.

R. Sí. La cuestión de Santos la encontramos en otros caciques, esta idea de que el uso arbitrario de la violencia –hoy diríamos que criminal– se hacía pensando en que se hacía con legitimidad. No era una violencia desorganizada. Santos tenía a sus pistoleros, que usaban sus ametralladoras Thompson… O sea, no se veían como criminales fuera del sistema político, eran parte fundamental del sistema político.

P. Luego escribe que “el estado posrevolucionario no pudo fundar una realidad incontestada, más bien se consolidó sobre el entendimiento de que había múltiples formas de entender la ley”. Habla en el contexto de la violencia religiosa, pero siento que su aplicación es más amplia.

R. Sí… La ley era algo que el Gobierno podía aplicar discrecionalmente. Siempre había un margen para el Poder Ejecutivo, la policía, el Poder Judicial, para decidir, ‘este caso lo persigo, este caso no’. Y por eso, lo que hoy vemos en México, ese sistema judicial tan abrumado por el número de casos, con más homicidios de los que se pueden investigar. Eso no es un defecto del sistema, es como funciona el sistema. Si tienes 100 casos y no puedes investigar todos, investigas el que quieres. La discrecionalidad es un aspecto central en la cuestión de la ley. Es muy difícil revertir eso, porque los recursos que tiene el Estado en esos ámbitos siempre son limitados.

P. La frase anterior sigue: “(...) El uso privado de recursos públicos y la impunidad no tenían por qué ser un impedimento para la modernización”. Es decir, una construcción sui generis del Estado.

R. Es una cosa difícil de entender. Durante muchas décadas, todo el mundo sabía que el sistema funcionaba de acuerdo a una serie de reglas informales, que implicaban la mordida, la corrupción... Pero eso no quiere decir que fueran impredecibles, o que obstaculizaran la actividad económica. Es decir, tú sabías a quién dar el dinero y el negocio podía prosperar. Había una legitimidad. La modernización entendida como la soberanía de la ley y el poder del Estado para monopolizar el uso de la fuerza no sirve para nada, si queremos entender el siglo XX en México.

P. A mediados del siglo XX, “la violencia más visible la ejercían criminales con charola”, escribe. Eso nos acerca a un punto interesante, dada la sospecha eterna que empapa el diagnóstico de la criminalidad en México. ¿Qué empezó antes el crimen o la ficción de su contención, policía o ladrones?

R. Ahí lo interesante es que los niveles de violencia bajaron tras la Revolución, pero se desarrolló este grupo de expertos en el uso de la violencia, los pistoleros, que seguían teniendo la capacidad para usarla con impunidad. Es un proceso que iba a contrapelo de la modernización cultural y social de México, un fenómeno resiliente, difícil de revertir, esa idea de que los policías son los que pueden encontrar a los guerrilleros y sacarles información, o a los narcos, eso es algo que se desarrolló a mediados del siglo y que ahora es difícil de superar, ese monopolio informal de abuso de la fuerza.

P. Como si la modernidad se basara en la decadencia, como si su condición de ser fuera la podredumbre.

R. O la debilidad. Siempre menciono esta idea de Max Weber de que el estado tiene el monopolio del uso legítimo de la fuerza. En el caso de México, no sirve para nada. El Estado nunca ha tenido el monopolio legítimo del uso de la fuerza. La violencia la pueden usar muchos actores, no estatales, con cierto grado de legitimidad.

P. Hay un pasaje que ilumina un poco lo anterior. Dice: “La creación de múltiples agencias policiales paralelas ha sido explicado como un resultado de disputas internas dentro del Estado. Cada corporación representaba las necesidades políticas de distintos grupos (...) [aunque] podríamos sugerir otro factor: la desconfianza hacia las policías”. La creación de nuevos grupos responde así a la “esperanza siempre decepcionada de que nuevas estructuras eliminarían la ineptitud para investigar y la propensión al cohecho”... Suena tan actual.

R. Si ves como cada una de estas instituciones de policía, investigación… Vienen de un contexto político de disputas de actores dentro del Gobierno. Y superar esa fragmentación… Por un lado, es necesario centralizar la información, tratar de que haya reglas y no haya competencia entre agencias. Pero, al mismo tiempo, da miedo que eso suceda, porque no quieres un Estado tan poderoso, que tenga esa capacidad de juntar todos los datos y usar la fuerza de una forma abrumadora y sin contrapeso. Pero dada la situación actual en México, algo de centralización y racionalización es necesaria. Porque el sistema que se formó con el PRI está diseñado para no funcionar bien.

P. Escribe: “El uso de la fuerza pasó de ser un costo del negocio del narco en época de expansión, los años 70 y 80, a volverse un activo, un recurso”.

R. Toda la economía de los negocios ilegales ha cambiado y si tú ves ahora a todos estos grupos, como el Cartel Jalisco… Hacen un montón de cosas, extorsión, drogas, huachicol… Se han diversificado, pero todos tienen en común los recursos para crear ejércitos y ejercer la violencia. Entonces, el uso y capacidad de usar la violencia pasó de ser un aspecto del negocio, algo que usabas lo menos posible, a tu capital, porque es lo que te permite tener control sobre el territorio y sobre ciertos sectores económicos. Es necesario pensar en esto, ya no solo por cómo interrumpir los flujos de droga y capital, sino para reducir su capacidad para usar la violencia. Porque esa es la clave del negocio ahora.

P. Abre y cierra el libro con Rita Segato y Hannah Arendt. De Segato rescata una frase dura pero hermosa: “Es poco habitual el delito que utiliza la fuerza estrictamente necesaria para alcanzar su meta. Siempre hay un gato de más, una marca de más, un rasgo que excede su finalidad racional”.

R. Es importante entender la violencia como un acto de comunicación, no solo como un acto físico de destrucción. Lo que siempre está cambiando es cómo interpretar ese significado. Qué quiere decir que hay un grupo, una disputa. Todo tiene un mensaje. La forma en que se comete la violencia es parte del mensaje. Pero al mismo tempo hay una audiencia, que la trata de interpretar. Y darle significado. Normalmente, un significado útil para sobrevivir. Es algo en que el periodismo ha tenido un papel central, porque desde la nota roja se ha codificado la violencia. Y en estos días hay que tomar distancia de la forma en que la describimos para ver si no estamos un poco reproduciendo sus significados.

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