Tacubo, el luchador pacífico que enseña a dialogar
En México, el país de Latinoamérica con más acoso escolar, este extraño personaje enseña a los adolescentes que la violencia no es la única manera de resolver los conflictos
Nadie entiende por qué, pero funciona. Son las doce de la mañana y Tacubo entra al gimnasio de una escuela al norte de la Ciudad de México vestido con ropa de deporte, una máscara brillante de colores y unos guantes con llamas en los costados. Una hora después, los 90 adolescentes que estaban allí sentados se han tragado, entre historias, risas y palabras malsonantes, una conferencia sobre bullying y sobre cómo resolver un conflicto sin recurrir a la violencia. La mayoría de alumnos sale a e...
Nadie entiende por qué, pero funciona. Son las doce de la mañana y Tacubo entra al gimnasio de una escuela al norte de la Ciudad de México vestido con ropa de deporte, una máscara brillante de colores y unos guantes con llamas en los costados. Una hora después, los 90 adolescentes que estaban allí sentados se han tragado, entre historias, risas y palabras malsonantes, una conferencia sobre bullying y sobre cómo resolver un conflicto sin recurrir a la violencia. La mayoría de alumnos sale a empujones de allí, pero algún otro se queda en su pupitre. Quieren hablar con él. “Siempre vienen uno o dos”, dice el luchador. En un país que lidera las estadísticas de acoso escolar en Latinoamérica, Tacubo es un salvavidas para estos jóvenes que a diario enfrentan la incomprensión de sus padres, el silencio de los profesores y el acoso de sus compañeros. A veces, el sistema estalla y revela sus carencias en la forma de un caso cruento: hace tres meses, una adolescente murió tras pelearse con una compañera de clase en Teotihuacán, en el Estado de México.
Con todo esto en la cabeza, Tacubo empieza la conferencia en la escuela Manuel Ponce hablando de la experiencia traumática que cambió su vida. “Mi padre era un alcohólico”, dice. Tenía ocho años cuando sus padres, un domingo por la noche, empezaron a discutir en el salón. Los gritos retumbaban en las paredes de la casa. Tacubo salió asustado de su habitación y desde las escaleras tuvo que observar a su padre grande y corpulento pegando a su madre, una mujer menuda que apenas podía defenderse. “Me quedé paralizado”, cuenta el hombre enmascarado a un salón lleno de jóvenes de 14 y 15 años. Nadie abre la boca. El chismorreo inicial ha dado paso a un silencio pétreo. Su tío, que vivía con ellos desde hace unos meses, salió al rescate de la madre de Tacubo. Agarró a su padre por la espalda y, entre gritos de “¡Déjala tranquila!”, se lo llevó de allí. “Desde aquel día me dije que no quería volver a quedarme así de pasmado”, cuenta emocionado.
Tacubo relata esta historia porque sabe el impacto que tiene en su audiencia. Muchos de los alumnos del colegio han vivido cosas similares, pero Tacubo quiere hacerles ver que está bien, que uno no tiene que convertirse en la imagen de su padre. Y si no, que le miren a él. La siguiente historia es de un poco más adelante, cuando un compañero de colegio empezó a molestarle. Todos los días, cada vez que salían al patio, el chico mayor se acercaba y le decía: “Bolsita derecha”. Si el pequeño Tacubo se resistía a darle al abusón lo que llevaba en el bolsillo derecho, recibía una paliza. Al llegar a casa con el ojo morado o con el pantalón roto, su madre siempre le decía lo mismo: “Si vuelves a dejar que te peguen, te rompo la madre”.
En este punto de la historia, el luchador hace una pausa. Desde el escenario improvisado que han montado en el gimnasio, Tacubo pide: “Levanten la mano si, alguna vez, un familiar suyo les ha dicho que si les pegan, hay que pegar de vuelta”. El 85% del salón levanta la mano. “Esto pasa siempre”, dirá después, sentado sobre uno de los pupitres, en una pequeña entrevista con este periódico. “Hago esa pregunta en todas las escuelas a las que voy, y un 90% de los alumnos levanta la mano. Les han enseñado que la única forma de resolver los conflictos es con violencia”. El que rehúye la pelea es un blando, un débil, un soplón por ir a quejarse al profesor.
En Azcapotzalco, una de las alcaldías con más violencia familiar de la Ciudad de México, esta forma de resolver los conflictos “a madrazos” está especialmente presente: la aprenden en casa. Tanto que la alcaldesa Margarita Saldaña ha implantado un registro para medir con precisión los casos de violencia familiar generados en la demarcación. Las autoridades abrieron 1.832 carpetas por este delito en 2022, frente a los 1.842 del año anterior, según el Sistema Nacional de Seguridad Pública. Denisse Monzón, profesora y directora de la Unidad de Desarrollo Inclusivo del centro, fue la que contactó con Tacubo para que viniera a dar una de sus conferencias. Estaba abrumada con los niveles de violencia que se encontró al empezar a trabajar aquí hace un año. “Los alumnos son muy violentos, viven violencias muy fuertes en casa y vienen aquí y lo reproducen”, dice Monzón a la salida del gimnasio.
Un día, por fin, Tacubo dijo basta. Se apuntó a un gimnasio de lucha libre. Pensaba: “Se van a enterar, se la voy a devolver”. Entró por la puerta el primer día y el profesor le dijo: “Pero acuérdate, esto no es para herir a los compañeros en la escuela”. Pues vaya, pensó él. Aun así se quedó, porque le fascinaba el espectáculo y las máscaras y los trajes tan espectaculares que llevaban los más mayores. Mucho después, cuando Tacubo tenía 17 años, su padre dejó de beber y entró a un grupo de Alcohólicos Anónimos. El luchador se emociona hablando de esta parte de la historia. Aquel momento le marcó. “Era un hombre violento, machista, alcohólico, y de repente lo superó y empezó a ayudar a la gente, a otras personas con problemas, y me dije: yo también quiero hacer eso”.
La chica que murió después de pelearse con su compañera en el Estado de México se llamaba Norma Lizbeth. Era la apestada de la clase, la tímida, la que casi no tenía amigos. Azahara Aylin, la reina de su salón, la retó a una pelea antes de que empezasen las clases. En internet todavía circulan los vídeos, grabados por el resto de alumnos, de aquella batalla espantosa y desigual, de esas que se dan en los colegios de México, el país que, con más de 18 millones de alumnos registrados que sufren acoso escolar, es el primero en Latinoamérica en bullying. Aylin empezó a pegar a su compañera con un boxer, un puño de metal, con el que dejó a Lizbeth sangrando por la nariz y la cabeza. A los pocos días, Lizbeth falleció del traumatismo craneoencefálico que le causaron los golpes. Tenía 14 años.
Ya ha terminado la conferencia, pero hay tres alumnos que no se han levantado de su asiento. Quieren hablar con Tacubo. Primero van dos chicas juntas. Mientras, chico grande y con cara de pocos amigos se queda merodeando en el gimnasio. Juega con el móvil, ayuda a recoger las sillas y mira de reojo a las dos chicas. Cuando terminan, se acerca a Tacubo. Hablan un rato. Luego Tacubo cuenta que aquel adolescente es de los que pega. En casa, sus hermanos mayores le han enseñado que tiene que hacerse valer, que si le faltan al respeto tiene que responder. Ahora el chico es incapaz de controlarse y salta a la mínima provocación, es muy violento, y se está quedando sin amigos. El luchador, todavía con la máscara puesta, habla con Denisse y se ponen de acuerdo para ayudarle y darle seguimiento. “Hay que enseñarle que hay otras formas de resolver los conflictos”, dice como si le fuera la vida en ello.
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