Bad Bunny y la tristeza de los excluidos
Cientos de personas se quedaron afuera del Estadio Azteca durante el primer concierto del cantante puertorriqueño en Ciudad de México
“Ay, ay, la vida. ¿Quién entiende estas cosas? ¿Quién las entiende?”, dice la estrofa final de “Party”, canción de Bad Bunny incluida en Un verano sin ti. ¿Quién entiende que tener boletos para un concierto no garantiza al dueño que va a poder entrar a disfrutarlo? Decenas, quizá cientos de personas con entradas se quedaron afuera del Estadio Azteca y se perdieron el primer concierto de Bad Bunny en Ciud...
“Ay, ay, la vida. ¿Quién entiende estas cosas? ¿Quién las entiende?”, dice la estrofa final de “Party”, canción de Bad Bunny incluida en Un verano sin ti. ¿Quién entiende que tener boletos para un concierto no garantiza al dueño que va a poder entrar a disfrutarlo? Decenas, quizá cientos de personas con entradas se quedaron afuera del Estadio Azteca y se perdieron el primer concierto de Bad Bunny en Ciudad de México. Maldito año nuevo y lo que les trajo. A algunos fans de Benito Antonio Martínez Ocasio les clonaron el boleto. Otros sencillamente no alcanzaron a entrar antes de que comenzara el concierto, a las diez de la noche, aunque estuvieron tres o cuatro horas haciendo fila y avanzando pasitos. Adentro comenzó la fiesta con un estadio a medio llenar, y policías con equipos antimotines sellaron las entradas. “No sabemos por qué ya no los dejan pasar, pero aquí tenemos que estar nosotros”, justificaba un oficial, el casco y el escudo bien sujetados. Hubo intentos de portazo y varios jóvenes treparon al techo de la entrada principal. “¡Benito, ayúdanos, no nos dejan pasar!”, gritaba uno que se quedó atrapado afuera.
Los sospechosos habituales arruinaron la noche a cientos de personas: Ticketmaster, la empresa proveedora de los boletos, y Ocesa, encargada de la logística del concierto. A algunos se les frustró más que la noche. Perdieron un sueño. Daniela había recibido de su madre un boleto como regalo de 15 años. Cuando ella y su hermano llegaron a la entrada, les dijeron que sus boletos —que costaron 8.000 pesos cada uno— ya habían sido utilizados por alguien más, lo sentimos. Parece inevitable tener que aprender a tan corta edad de estos fraudes y su impunidad, que hay que ir sabiendo cómo es vivir en México. “Nos dijeron que nos arreglemos con Ticketmaster, que los demandáramos, nada más”, dice Daniela. “Era un regalo de mi mamá. Siento mucha tristeza. Tenía mucha ilusión de ver a mi cantante favorito. Ahora, aunque sea nos vamos a quedar aquí a escucharlo cuando empiece”, decía con resignación.
Otra afectada, Tania, se quedó afuera con su hermana porque cerraron el ingreso. “A los que tenemos boleto nadie nos ha venido a explicar por qué no podemos entrar”, protesta. El Estadio Azteca informó más tarde que clausuró el acceso debido al problema de los boletos duplicados o clonados. Santa solución en la que pagaron justos por pecadores. “Nosotras ya nos vamos. Decidimos rendirnos. Estoy muy enojada, frustrada y triste. No me parece nada justo”, dice Tania con un nudo en la garganta. Otras personas que tampoco alcanzaron a entrar decidieron vender sus boletos a precios rebajados, y todavía hubo quien se los compró, gente que no comprendió a tiempo que el afuera era un escenario dantesco del que no se iba a poder salir.
Varias fiestas a las orillas del Azteca se habían organizado a través de Facebook y grupos de Telegram entre quienes no lograron comprar boleto en los 10 meses previos al concierto —que fue sold out—. Pero hasta acá no se alcanzaba a escuchar la música que nacía del estadio. Apenas llegaban los gritos del público que sí pudo entrar, los favoritos de Dios, les llamaban los de afuera. “Definitivamente somos los mejores guerreros y Dios nos dio la peor batalla”, decía Israel, de 22 años, que alzaba un letrero rogando que alguien le vendiera una entrada. Entre los puestos de comida y souvenirs pirata de Bad Bunny se cruzaban personas buscando comprar boletos y revendedores ofreciéndoselos a precios ofensivos (a 8.000 mil pesos los pases que originalmente costaban 800, en las gradas más alejadas del escenario). La reventa, un negocio ilegal, al menos en teoría, sucedía en las narices de los policías de la Ciudad de México. “A mí un revendedor me quería dar uno a 12.000 pesos, que ‘porque ese sí era original, ya que los falsos los estaban dando a 4.000’. Fíjate el descaro”, comentaba una madre desesperada por hallar una entrada para su hijo.
Abigail, una enfermera de 22 años, había caminado cuatro horas con un letrero que decía: “Busco un boleto. Solo no se quieran jubilar. Tengo un gato que alimentar”. Proveniente de Nezahualcóyotl, un municipio del oriente marginado del Estado de México, Abigail solo podía pagar 3.000 pesos, pero ningún revendedor cedió a su presupuesto. “Si no logro entrar, caeré en depresión”, decía. Y se reía ella, intentando restarle importancia a sus palabras. Luego admitía: “Es que sí he estado deprimida, porque terminé una relación de siete años, él me terminó, y hubo un engaño. Tuve que ir al psicólogo, y para mí este concierto era para liberar cosas que traigo cargando. Por eso no me quiero rendir”.
—¿Te han ayudado las canciones de Bad Bunny?
—Sí, me han servido en mi recuperación mental.
—¿Cómo cuál?
—Mi ruptura me pegó muchísimo —se acordaba—. La canción con la que más me identifico es “Un coco”, porque ahí Bad Bunny menciona que le gustaría que le cayera un coco en la cabeza y se le borrara la memoria. Y yo también quisiera que eso se borrara de mi mente para ya no estar triste, para ya soltar.
Los pretendidos festejos afuera del Azteca sucedieron de una manera contradictoria. Los gritos de “¡portazo, portazo!” y los chiflidos contra los policías eran acallados por quienes intentaban dilucidar qué canción estaba cantando ahora Bad Bunny. “¡Pónganle 10 pesos más de volumen!”, pedía una asistente. De pronto, el silencio. Sonidos en sordina desde el interior, casi indistinguibles. El público, quieto primero, aguzando el oído, iba descifrando el ritmo. Y entonces comenzaba un coro bajo la luna llena que hubo anoche: “¡Yo no sé si yo te vuelvo a ver, si mañana me voy a perder!”. Y otra vez gritos y bellakeo y carcajadas. Ya aparecen por aquí las latas de cerveza, las botellas de vodka, el tequila, el whisky. Ya se ve a los que cantaron, bailaron y se besaron bien borrachos. Aparece el olor a marihuana, que hoy se fuma como rasta, si Dios lo permite (lo permitió). Desaparecen los celulares, robados. Las carteras, robadas. Ya hay gente llorando de frustración. Y gente que, pese a todo, lloró de emoción, disfrutando la noche y muchas cosas bellas. Qué son estas contradicciones de la experiencia sino actos de cierta magia.
Allá adentro están los indiscutibles seguidores de Bad Bunny. Pero aquí afuera están sus verdaderos creyentes, su feligresía, los que le rezan, los que no necesitan verlo, ni siquiera alcanzar a oírlo, para imaginar su presencia y recitar de memoria su credo.
—Yo, fuera de broma, sí puse una veladora para poder conseguir boleto esta noche —decía América, de 19 años, aún con esperanzas, una hora antes de que comenzara el concierto.
—¿A qué santo se la pusiste?
—A San Benito —dice.
Se ha disfrazado como el corazón triste de la portada de Un verano sin ti y vino al Azteca, al sur de la capital, desde Tepeji del Río, un municipio del Estado de Hidalgo a 72 kilómetros de distancia. Ese corazón rojo, por ahora, representa su estado de ánimo. Cuando finalmente ve que esta noche no tendrá suerte, se suelta a llorar. Su hermana la consuela. Consuela a un rojo corazón que está triste y llora.
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