Jean Meyer: “Cuando llegué a México en los sesenta pensé que estaba en Cuba”

El historiador de origen francés rememora la llegada a su país adoptivo y los detalles de la exhaustiva investigación sobre la guerra cristera, su gran obra

El historiador Jean Meyer, en el jardín de su residencia en Ciudad de México.Hector Guerrero

La primera vez que llegó a México creyó que estaba en Cuba. Hasta en el pueblo más pequeño se encontraba con las mismas palabras sagradas: revolución, partido, reforma agraria. Era 1962 y Jean Meyer todavía un estudiante de Historia en la Sorbona de París, otro veinteañero europeo fascinado por los mitos de la izquierda latinoamericana. Aunque aquel fervor, tamizado por su fe católica, siempre fue más ligero que el de la mayoría de intelectuales de su generación. Se prometió volver y volvió para hacer la tesi...

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La primera vez que llegó a México creyó que estaba en Cuba. Hasta en el pueblo más pequeño se encontraba con las mismas palabras sagradas: revolución, partido, reforma agraria. Era 1962 y Jean Meyer todavía un estudiante de Historia en la Sorbona de París, otro veinteañero europeo fascinado por los mitos de la izquierda latinoamericana. Aunque aquel fervor, tamizado por su fe católica, siempre fue más ligero que el de la mayoría de intelectuales de su generación. Se prometió volver y volvió para hacer la tesis doctoral en el Colegio de México. Al principio iba a zambullirse en la figura del guerrillero Emiliano Zapata, pero acabó metido de lleno en la Cristiada, el levantamiento armado de los católicos mexicanos en los años 20 frente al Gobierno posrevolucionario.

Un tema tabú en el relato oficial y un agujero historiográfico hasta la exhaustiva investigación de Meyer (Niza, Francia, 1942) cristalizada en los tres tomos ya clásicos del Fondo de Cultura Económica. Profesor emérito del CIDE, con más de 50 obras publicadas que abarcan desde la religión hasta el campesinado ruso, su amigo Enrique Krauze le ha llamado “el historiador revisionista por excelencia”. También ha dicho de él que “parecía y aún parece un galán del cine francés”. Desde el luminoso salón de su casa en Ciudad de México, recién cumplidos los 80 años Meyer recibe a EL PAÍS para rememorar la llegada a su país adoptivo y los detalles sobre la composición de su gran obra.

Pregunta. ¿Cómo fue su primera vez en México?

Respuesta. Fue el verano del 62. Acababa de cumplir 20 años y era estudiante. En Europa era la época de la fiesta cubana, la novela latinoamericana, el bus de cine brasileño. Yo ni sabía español pero en un pasillo de la Sorbona vimos un anuncio de vuelos muy baratos a Nueva York. Y un amigo mío, militante comunista fanático de Cuba, me dijo ‘oye, pues vamos a Nueva York y de ahí a Cuba’. Luego nos dimos cuenta de que no era posible y decidimos ir a México. Compramos un coche desvencijado en un deshuesadero debajo de un puente en Brooklyn y estuvimos viajando por todo el país durante tres meses.

P. ¿Cómo era aquel México para un veinteañero francés?

R. Cuando llegué creí que estaba en Cuba. En la entrada y salida de cada pueblo, hasta el más chiquito, había pintas de la Revolución Mexicana, de la reforma agraria, la palabra revolución estaba por todos lados. Y me acuerdo que mi primer asombro fue cuando pasamos una noche en un pueblo del norte, Matehuala, en medio del desierto. Había comprado un diccionario y podía hablar un poco de español. Simpatizamos con unos jóvenes que nos ayudaron a encontrar una venta barata y a comprar unos tacos y una botella de tequila. Estamos tomando con ellos y yo, entusiasta de Cuba, descubro con asombro que todos esos jóvenes proletarios son anticastristas y me empiezan a hablar pestes del PRI.

P. Usted de todas maneras nunca fue tan marxista como otros de sus amigos y colegas de generación como, por ejemplo, Régis Debray.

R. Amigo sería decir mucho. Fuimos compañeros cercanos por amistades comunes, pero casi en rivalidad. Hubo un momento interesante durante aquel año que fui a México pero que en realidad quería ir a Cuba. También por amigos comunes y pese a la enorme diferencia de edad, conocí a Chris Marker. Acababa de regresar de Cuba de hacer su hermoso documental Cuba, sí, yankis, no. Me enseñó a manejar una cámara Kodak 8 y me dio una carta de presentación para entrevistar a Fidel y al Che Guevara. Pero como finalmente mi viaje fue por México, Chris Marker mandó a Debray. Fue su primera vez, cuando se hizo amigo del Che.

P. ¿Cuáles fueron sus diferencias con Debray?

R. Ya asentado en México, a mediados de los sesenta, viendo la realidad latinoamericana, la fuerza de los Estados y de la represión, escribí una reseña donde criticaba uno de sus libros sobre teoría del foco guerrillero del Che Guevara. Le decía ‘vas a mandar a mis estudiantes a la muerte. Y tú, mientras, tranquilamente en tu oficina de París’. Al día siguiente de la publicación de la reseña sale en la prensa mundial ‘Régis Debray preso en Bolivia’. Me sentí horrible. Era yo el que estaba tranquilamente en mi oficina.

P. El Che acabaría ejecutado en aquella operación del Ejército boliviano y la CIA.

R. Sí, al Che lo condenan a muerte y Debray se libra porque interviene el general De Gaulle. No lo matan pero pasa varios años en la cárcel en condiciones bastante duras. Ya no lo volví a ver. Él me reclamaba por mi catolicismo, decía que no tenía ningún mérito. Años después, cuando su hija quiso bautizarse empezó a interesarse por la religión. Yo nací en una familia católica, en un cristianismo abierto. Son esas cosas que se mantienen. Y luego cuando llegué a México descubrí un catolicismo popular masivo que me impactó.

R. Su alejamiento del marxismo, su desencantamiento, ¿llega en México?

R. El marxismo político nunca me convenció. Mi única lectura por entonces eran un mamotreto escrito por un jesuita francés, que es una lectura inteligentísima, positiva y crítica de Marx. Y cuando cayó la Unión Soviética escribí un artículo diciendo que felizmente de aquí en adelante podíamos volver a leer a Marx tranquilamente. Por cierto, no como se enseña en la facultad de Economía de la UNAM, que es una catástrofe. Totalmente dogmático y sin entender nada. Hasta han prohibido el estudio de las míticas porque es una ciencia burguesa.

El historiador Jean Meyer en la biblioteca de su residencia de Ciudad de México el día 15 de febrero de 2022. Hector Guerrero

P. Cuando volvió a México aún quería hacer su tesis sobre la Revolución.

R. Sí, yo quería hacer mi tesis de doctorado sobre Emiliano Zapata. En aquel momento no había una cátedra de América Latina en la Sorbona. Pero mi director me puso en contacto con el Colegio de México y logró algo increíble: con 23 años, en 1965, entré a trabajar como profesor investigador extranjero.

P. Pero cambió el tema de la tesis.

R. En un seminario me encontré con un historiador jesuita mexicano que me dijo ‘si usted quiere un tema virgen absoluto es el conflicto religioso en los años 20, el levantamiento armado de ciertos católicos, la Cristiada’. Yo ni conocía la palabra, había leído todo lo que podía leer sobre la Revolución mexicana y no había nada o muy poco. Algo de unos bandidos disfrazados de católicos, que era la versión oficial. Tuve el problema además de que los archivos de la Iglesia y del Estado estaban cerrados. Mi director ya me había advertido de que iba a tener que trabajar con grabadora o con libreta y lápiz para entrevistar a los sobrevivientes. Para mí, con una formación clásica de investigar en archivos, fue un reto.

P. En esa época de trabajo de campo creo que le llamaban El Güero Juanito.

R. Sí. Era El francés o El francesito. Cosas así, claro.

P. ¿El hecho de ser católico cree que le ayudó en el trabajo con las fuentes?

R. Lo católico seguramente facilitó mucho la tarea. Yo no tenía ninguna preparación de antropólogo, que eran los que hacían ese trabajo de campo, y todavía no existía el concepto de historia oral. Todo empezó muy lentamente hasta que por suerte encontré un viejo cristero que había sido un actor importante en ese ejército, bueno guerrilla. Tenía un periódico cristero y reunía a los veteranos una vez al año, en la fiesta de Cristo Rey, en el Bajío. Me presentó diciendo: ‘es un joven francés católico que viene a describir nuestra historia’. Él tenía una lista de 3.000 veteranos a los cuales mandaba el periódico, desperdigados por toda la república. Lo entrevisté a él y a muchos de los otros veteranos. Como a unos 200. A algunos les intimidaba la grabadora y aprendí a escuchar bien y cuando salía, sentado en mi coche, inmediatamente apuntaba todo lo que podía recordar.

P. La tesis de su libro es que la Cristiada fue un levantamiento genuinamente popular, contra la versión oficial hasta el momento.

R. Yo empecé a trabajar también con la versión oficial de que en realidad los cristeros habían sido manipulados por los hacendados, que eran opuestos a la reforma agraria. Porque lo poco que había escrito sobre el conflicto era esa versión. Pero me pongo a estudiar la reforma agraria y me doy cuenta rápidamente que la cronología no funciona, porque la reforma agraria viene después de la Cristiada. Hubo muchos factores para el descontento: el intento de la parte más radical del Gobierno de crear un cisma con una Iglesia católica apostólica y mexicana, el registro de sacerdotes ante la secretaría de Gobernación y la posterior decisión de Roma de suspender el culto por miedo a una nueva URSS, la llamada a la “defensa armada” por parte de la organización católica creada entonces. Para mí, la Cristiada es el último capítulo militar de la Revolución mexicana.

P. ¿Hubo alguna resistencia o censura por parte del Gobierno del PRI tras la publicación el libro, como pasó por ejemplo con Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis?

R. No, para nada. Pero me llamó la atención el silencio académico. Ninguna reseña en ningún lado. Las primeras fueron a la edición en inglés, que se la debo al gran Eric Hobsbawn, que estaba muy interesado por Latinoamérica. Él leyó mi manuscrito y recomendó la publicación.

P. Otro marxista.

R. Sí. Y también debo la publicación en México a Arnaldo Orfla, el editor de la editorial siglo XXI, que había fundado él mismo tras ser despedido del Fondo de Cultura Económica precisamente por haber publicado a Lewis. Orfila decidió publicar mi tesis contra la recomendación de su comité de lectura que argumentaba que una editorial de izquierda, incluso marxista, no podía publicar un libro reaccionario. Un libro que le hace la barba a los cristeros, que eran unos bandidos clericales. Pero Orfila decidió publicarla.

P. Los estudios culturales, como El laberinto de la soledad de Octavio Paz, definen lo mexicano a través de una especie de resignación o melancolía pasiva. ¿Cree que hay alguna relación entre esta tesis y la fuerte religiosidad católica de México? Desde luego, hace falta mucha resignación para aguantar al PRI casi 80 años.

R. Yo creo que no tiene nada que ver con lo católico. Mira, yo estoy ahora metido con todos mis compañeros en la resistencia del CIDE. Nos ha llamado la atención la falta de solidaridad, la falta de apoyo de toda la academia, de los centros públicos de investigación, de las universidades, con excepción de la de Guadalajara. Tienen miedo. Y lo que usted llama resignación o paciencia no tiene ninguna dimensión religiosa o metafísica. Es que México ha tenido varias experiencias de lo que puede hacer el Estado. Sobre todo dos que permanecen como un trauma en el inconsciente colectivo: Las guerras de Reforma, que duraron 10 años. Y la Cristiada con la represión posterior. La sociedad mexicana puede ser muy violenta pero sabe que contra el Estado no puede hacer nada.

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