La litera de un albergue, la opción más precaria para vivir bajo techo

Cientos de inmigrantes principalmente latinoamericanos en Madrid se instalan en estos hospedajes al no cumplir los requisitos para alquilar un piso

Habitación con literas para 22 personas, en el Hostel Thirty One, en el distrito madrileño de Chamartín, el pasado 9 de julio.Escuela de Periodismo UAM - EL PAÍS

Lo único que separa a Yesid Hernández, colombiano de 25 años, de las otras 20 personas con las que comparte la habitación es una manta y una toalla que le sirven de cortinas. Desde hace tres meses vive en un colchón hinchable instalado en la parte de abajo de una litera, en el cuarto más grande del albergue Thirty One, en el distrito madrileño de Chamartín. Costearse una habitación en un piso está fuera de su alcance: “Alquilar, sin papeles, es un problema; a uno le piden nómina, pero uno trabaja en negro. Y además le piden dos o tres meses de adelanto de fianza, ¿Quién va a pagar eso?”. Un albergue le da otro margen. Un buen mes, al final, le saldrá por menos de 300 euros, cerca de la mitad del precio medio de una habitación dentro de la M-30.

El Thirty One funciona en las dos primeras plantas del número 31 de la calle de Juan Bautista. Hay siete habitaciones, que pueden alojar a cerca de 80 personas. Algunas son mixtas, otras separadas por sexo y caben entre 6 y 22 personas por pieza. Albergues como este, que tradicionalmente dan cama y techo a viajeros de paso, son la última oportunidad para decenas de migrantes, principalmente latinoamericanos que viven en Madrid, pero a los que el mercado de la vivienda ha dejado fuera. Solo en Madrid funciona al menos una decena de ellos. Son el escalón final: la última posibilidad de vivir bajo un techo y rodeado de cuatro paredes.

A las seis de la mañana resuenan algunas literas y se escucha correr el agua por las tuberías. Los clientes que trabajan más temprano madrugan para evitar las filas en los dos baños y duchas que hay por piso. El baño del albergue no es muy distinto al de una casa, una ducha al lado del sanitario, pero por el que pueden pasar al menos 60 personas al día. Denise Bastille, italiana de 29 años, lo agradece. En otros hostales en los que ha vivido, los baños eran salones amplios con varias duchas y sin privacidad.

Está alojada en este desde marzo. Ella es musulmana, lleva manga larga y usa el velo islámico, que únicamente se quita detrás de las mantas que cuelgan de la litera. Por eso, comparte la habitación y el baño solo con mujeres. Guarda sus pertenencias en una taquilla, pero como estos no siempre están disponibles, a veces las deja en un garaje que sirve como despensa y al que solo tiene acceso la recepción. Bastile asegura que está acostumbrada a la convivencia, pero reconoce que vivir en un albergue es más difícil para una mujer. “Una no sabe qué tipo de chico se puede encontrar”, dice. Hace dos meses, un huésped en estado de ebriedad se le acercó con la excusa de pedirle un cigarro y luego le pidió tener sexo. Hizo lo mismo con tres chicas más hasta que llamaron a la policía y lo detuvieron.

A este hospedaje nunca le faltan clientes, pese a las implacables reseñas que cientos de usuarios han dejado en internet: “El peor hostel en el que he estado”, “Parecía una entrada al inframundo”, “Pongo una estrella porque no me deja poner menos”. Al final de la tarde en la sala comedor, una decena de inquilinos se agolpa y espera su turno para usar la cocina. “Aquí usted llega después de las 20.30 y es la muerte”, bromea un hombre con otro que pregunta por el último en la fila. Una repisa llena de provisiones, botellas de aceite, sal y otros alimentos, así como un refrigerador abarrotado de comida en tuppers para varios días, dan cuenta de que hay huéspedes que no están de paso.

Yesid Hernández cuelga una manta en su litera antes de irse a dormir, el 9 de julio de 2024, en el Hostel Thirty One. Escuela de Periodismo UAM - El País

En una acera tranquila de la calle del Padre Rubio, en Tetuán, se levanta la fachada de un edificio de tres plantas que pasa completamente desapercibida. Es Casa Sofía, otro de los albergues más conocidos entre quienes viven de uno en otro. Hernandez vivió dos meses ahí antes de pasarse al Thirty One. No hay señas que indiquen que se trata de un hospedaje. Solo un timbre junto a la puerta para anunciarse. Un escritorio desvencijado y una silla de plástico funcionan como recepción. En la tercera planta ya no ubican a ningún cliente que se vaya a hospedar por pocos días: a ese piso solo tienen acceso un grupo de inmigrantes africanos que, según varios huéspedes, llevan ya meses allí instalados. Son ellos quienes principalmente utilizan la cocina, un cuarto de dos por dos en la segunda planta que desprende un olor potente a comida reposada.

La estancia está hoy abierta para reservas, aunque en septiembre de 2021 fue desalojada por la Policía Municipal y las autoridades sanitarias de Madrid por una plaga de chinches. Además, descubrieron que no contaba con licencia para esa actividad.

Hay otro puñado más de albergues como ese repartidos por Madrid. H8, Oasis, Casa 18 y el más conocido por todos: el Nápoles, en el distrito de Hortaleza, al que el Ayuntamiento le inició expediente de cese y clausura porque no tenía la licencia de funcionamiento al día. Tras incumplir la orden de cierre, la Agencia de Actividades lo selló el pasado 26 de junio, pese al recurso de reposición que presentó la propietaria. Todos estos hostales tienen algo en común: la figura de Liu Dongfei, a quien llaman “la china” o “Sofía”, que regenta la mayoría de ellos y quien está en contacto permanente con las recepciones. La Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS la contactó, pero la mujer rechazó dar declaraciones, negó que todos los hostales fueran de su propiedad y ordenó a los encargados en esos hospedajes no dar más información.

Varios de estos albergues los conoce bien Keyner Celis, colombiano de 30 años. Estuvo unos meses en Malta estudiando inglés, pero como no consiguió el permiso de trabajo para quedarse allí, tomó un vuelo de regreso a su país con escala en Madrid. A última hora, ya en Barajas, decidió perderlo y buscarse la suerte en la capital española. Desde enero de este año vive en el Thirty One y es ahora uno de los que lleva más tiempo ahí. Se ha vuelto un cazador de tarifas en buscadores como Booking o Expedia. Días antes de que se le agote el tiempo que ya ha reservado entra con insistencia en esas plataformas: sabe que hay que navegar en ellas de madrugada, de lunes a jueves, y cuando encuentra noches hasta por nueve euros aprovecha para pagar un par de semanas del tirón.

Celis ha acudido a algunas citas para ver habitaciones en pisos, pero, además de los requisitos para alquilar, siempre se enfrentaba al mismo escenario: “Solamente encontraba cuatro paredes y la puerta; entraba y sabía enseguida que iba a ser un lugar donde uno iba a sufrir, donde no iba a compartir con nadie”. El hostel, en cambio, le ofrece otra cosa: una vida comunitaria. Para un inmigrante en un país ajeno eso puede valer más que una habitación propia.

La misma escena se repite cada noche en cualquiera de los albergues. Hoy, en la cocina del Thirty One, Hernández corta un puñado de cebollas, Celis lava unas alubias y una compañera cocina un lomo de cerdo en una sartén. Hacer la despensa y preparar la cena juntos les ayuda a ahorrarse unos euros. Al guardar la comida en un mismo sitio corren menos riesgo de que alguien se la lleve sin permiso, algo que sucede comúnmente. Sobre todo con los huevos y la leche. Ella desata una bolsa que les heredó Ramón, un antiguo huésped, y encuentra un frasco nuevo de comino. Ramón también ayudó a Denise Bastile la primera noche en el albergue, le enseñó a usar la aplicación de Milanuncios para encontrar ofertas laborales. Hernández confirma que en estos hospedajes se tejen las redes de trabajo, se hacen contactos. “Aquí el trabajo que se consigue es voz a voz”, señala.

Bastile considera que las personas que llevan más o menos el mismo tiempo que ella en el hospedaje son como una familia. “Nos ayudamos; ahora pasó una chica, me preguntó si había comido y me ofreció algo para cenar”, relata. Celis conoció ahí a Andrea, una mujer colombiana que hoy es su pareja y con la que ahora duerme cada noche sobre el mismo colchón hinchable diseñado para una sola persona.

A la una de la madrugada, en una de las habitaciones del Casa Sofía, un colombiano y un peruano hacen lo imposible para inflar juntos un colchón que parece tener una fuga. La luz blanca, penetrante, está encendida y los demás huéspedes se cubren la cabeza con la almohada para dormir. Hablan fuerte, uno de ellos lleva un par de semanas en Madrid y le aconseja al otro ir a buscar trabajo a la plaza Elíptica, donde suelen ubicarse latinos en busca de empleo. Quedan para ir al día siguiente, juntos. Aunque se han conocido apenas hace un par de horas, no descartan seguir siendo vecinos de litera, y familia, por el tiempo que haga falta.

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