De ‘padre’ a ‘papá’: cómo la literatura está mostrando los cambios en el modelo de paternidad
Mi sensación es que muchos progenitores se han desdibujado solos por omisión o por una falta de implicación en la crianza que, de no ser por la presencia materna, habría rayado en la negligencia
En una columna reciente titulada Una manera de curar el machismo, en la que se hacía eco del libro de memorias de Gloria Steinem, Mi vida en la carretera (Alpha Decay), Elvira Lindo escribía que la «proliferación de historias de madres ha desdibujado al padre, a esos padres que aun ejercitando torpemente su oficio fueron esenciales» en la futura independencia de sus hijas. «Cuántas veces el machismo se les cura con el deseo de que las hijas brillen», concluía la escritora.
Yo no tengo ...
En una columna reciente titulada Una manera de curar el machismo, en la que se hacía eco del libro de memorias de Gloria Steinem, Mi vida en la carretera (Alpha Decay), Elvira Lindo escribía que la «proliferación de historias de madres ha desdibujado al padre, a esos padres que aun ejercitando torpemente su oficio fueron esenciales» en la futura independencia de sus hijas. «Cuántas veces el machismo se les cura con el deseo de que las hijas brillen», concluía la escritora.
Yo no tengo claro que el machismo lo curen las hijas, la ambición de que estas brillen -si fuese tan fácil, hace tiempo que el lastre del machismo habría desaparecido-. Tampoco que las historias de madres hayan desdibujado al padre. Mi sensación es que muchos padres se han desdibujado solos por omisión, por ausencia, por una falta de implicación en la crianza y el cuidado de sus hijos e hijas que, de no ser por la presencia materna, habría rayado en la negligencia. Pienso, por ejemplo, en el contraste entre las figuras maternas y paternas que sobrevuela toda la crónica personal que el periodista y escritor Jorge Fernández Díaz narra en esa preciosidad titulada Mamá (Alfaguara). Pienso también que cuando un padre está presente y tiene una actitud amorosa en la crianza y en la educación de sus hijos no hay historia de madre que lo desdibuje. A la imprescindible lectura de El olvido que seremos (Alfaguara) de Héctor Abad Faciolince me remito: «si hay algo de felicidad en mi vida, si tengo alguna madurez, si casi siempre me comporto de una manera decente y más o menos normal, si no soy un antisocial y he soportado atentados y penas y todavía sigo siendo pacifista, creo que fue simplemente porque mi papá me quiso tal como era, un atado amorfo de sentimientos buenos y malos, y me mostró el camino para sacar de esa mala índole humana que quizá todos compartimos, la mejor parte».
El término «papá» utilizado por el escritor colombiano es aquí esencial. En un post titulado La odisea de la paternidad: el viaje de convertirse en papá, el psicólogo perinatal Máximo Peña destaca una idea: que ser padre no le convierte a uno, necesariamente, en papá: «La condición de padre la certifica un papel y puede no tener más significado que la connotación jurídica. En cambio, el título de papá lo dan los hijos y las hijas, y se gana día a día en la interacción y los cuidados».
En esa idea, tan básica y a la vez tan revolucionaria, centré mi discurso cuando recientemente tuve el honor de ser invitado a participar en el Foro Internacional sobre Masculinidades y Justicia de Género, que se celebró el pasado miércoles 20 de octubre en Sevilla, en el marco de la Iniciativa Sevilla #21Oct21. Desde la organización me pidieron que diese un mensaje positivo de los cambios que se están produciendo en el ámbito de la paternidad; y la sensación que quise transmitir es que la existencia de esos cambios, la muestra de que son reales y no mera retórica, uno la encuentra cada vez con mayor facilidad en el ámbito literario, donde poco a poco los «papás» están ocupando el espacio que antes pertenecía a los «padres».
No en vano, hace no tanto, si uno quería estar presente en la crianza de sus hijos, ejercer como «papá», y buscaba relatos en la literatura, escritos por padres, con los que sentirse arropado y con los que empatizar, el resultado de la búsqueda era desolador. Por eso, quizás, un servidor tuvo que adentrarse en la literatura de maternidad, en esos relatos de mujeres que no desdibujan la figura del padre, sino que ocupan el lugar (hasta hace no tanto en los márgenes) que los padres tradicionalmente habían rehuido. ¿Cómo iba a escribir un hombre-padre lo que Jane Lazarre escribe en El nudo materno (Las Afueras) si jamás se había puesto, ni aunque fuese mentalmente, en el lugar de una mamá? ¿Cómo iba a contar un hombre-padre lo que cuenta Nuria Labari en La mejor madre del mundo (Literatura Random House)? ¿Cómo iba a ponerse en la posición de Marie Darrieussecq, Verity Bargate, Katixa Agirre, Ashley Audrain o Jazmina Barrera si no había dado el paso de convertirse en «papá»?
Las cosas, afortunadamente, han cambiado bastante en los últimos años y, al abrigo de la transformación de un cada vez mayor número de «padres» en «papás», la experiencia de la paternidad ha pasado a ser considerada un tema susceptible de convertirse en un asunto literario de primer nivel. Lo reconoce, con toda la retranca y la ironía del mundo, la escritora canadiense Rivka Galchen, que en uno de los textos que componen sus Pequeñas labores (Ediciones Antílope) concluye que «entre las madres escritoras de hoy probablemente dos de las más célebres son hombres: Louis C.K. y, sobre todo, Karl Ove Knausgard».
Con tantos críticos como seguidores incondicionales, el escritor noruego firma en Un hombre enamorado (Anagrama), el segundo volumen de su descomunal autobiografía, lo que en mi opinión es lo más parecido a El nudo materno que haya escrito un hombre. Es más, me gusta decir que veo al Knausgard de este título como la Jane Lazarre de la paternidad. Gruñón e irritable, Karl Ove es el ejemplo del hombre que, más o menos obligado por las circunstancias, asume al 100% su responsabilidad en el cuidado, la crianza y la educación de sus hijos, con los momentos de disfrute y desesperación que ello conlleva, y siente en primera persona las alegrías y los dramas mundanos -esa ambivalencia de la que es imposible escapar- que las mujeres llevan décadas narrando en sus relatos de maternidad.
Pienso ahora que es probable que el machismo no se cure con el deseo de que las hijas brillen, pero sí que quizás se atenúe dejando de ser simplemente «padres» para, como Knausgard, empezar a ejercer de «papás». Puede que no haya mejor vacuna contra el machismo que la implicación verdadera de los hombres en los cuidados. Se observa a la perfección en el sincero y desgarrador relato que el periodista y escritor peruano Renato Cisneros realiza en Algún día te mostraré el desierto (Alfaguara). En una entrevista a propósito del lanzamiento de su diario de paternidad, Cisneros se reconocía como un feminista en construcción o un machista en deconstrucción (que para el caso es lo mismo): “un machista por estructura que quiere erradicar de sí las taras machistas con las que creció. Creo que tener una hija en estos tiempos es una oportunidad magnífica para tratar de empatizar desde el minuto uno con la psicología femenina y comprender por qué el mundo les resulta tan hostil desde el principio. No que te lo cuente tu madre, o tu novia, o tu hermana, sino verlo a través de los ojos de tu hija”. Ejerciendo como «papá», añado yo. Dándose cuenta a través de la inmersión en los cuidados de lo que escribe Renato en las páginas de su diario, que paternidad y escritura comparten un instinto caníbal: «pueden iluminarte, pero para hacerlo necesitan arrancar algo de tu interior, como si el combustible que da origen a su luz estuviera elaborado con la grasa de tus tripas».
En esas grasas (que deben ser grasas trans) entiendo que se reproduce el machismo. Un machismo que, hasta hace relativamente poco, ha hecho que los padres continuásemos con nuestras vidas como si nada hubiese pasado tras tener hijos, que no nos planteáramos determinadas cosas. «Nadie te enseña, nadie te advierte de lo duro que es no dormir, renunciar a vos mismo a cada rato, postergarte», afirma el protagonista de la novela La uruguaya (Libros del Asteroide), de Pedro Mairal. En ese mismo concepto, «postergarse», ahonda el escritor y director de cine peruano Percy Chávez Alzamora, que en Nadie sabe que esto es tierra de nadie (La navaja suiza editores), su particular diario de paternidad, se pregunta: «Cuando nazca J, ¿qué proyectos pospondré? ¿Cuáles abandonaré?».
Esa duda, reflejada en muchas novelas y diarios de paternidad publicados en los últimos años, implica ya a mi parecer un salto cualitativo que nos aleja de la figura del «padre» (que nunca se la plantearía), para acercarnos a la del «papá», que sabe que implicarse en la crianza y los cuidados conlleva necesariamente postergar determinadas ambiciones/costumbres/aficiones, sobre todo cuando los hijos son pequeños y exigen de nosotros una atención permanente, un tiempo infinito que generalmente aportaban únicamente las madres.
En Nadie sabe que esto es tierra de nadie hay otra brillante reflexión que entiendo como la prueba irrefutable de que uno ha transitado con éxito hacia la figura del «papá»: «Si la identidad de uno es una permanente dialéctica entre la proyección de varios personajes, el personaje-amigo, el personaje-pareja, el personaje-trabajador, el personaje-familia… La irrupción del personaje-padre avasalla a todos los demás y rompe ese equilibrio. Uno intenta luchar, pero es en vano. La derrota está asegurada».
Este triunfo de la identidad paterna que describe Percy Chávez Alzamora, esa capacidad, intensidad y fortaleza de la experiencia paterna para arrinconar a las demás identidades de un hombre (que es un proceso que damos por sentado en las madres), es un síntoma claro de lo que Renato Cisneros define como una «mutación postpaterna» y que no es otra cosa que el tránsito necesario de ser un «padre» a convertirse en un «papá».
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