Qué siente tu hijo si le castigas, gritas o chantajeas: frustración, miedo y humillación
Las consecuencias de reprender a los niños suelen ser negativas, ya que este comportamiento suele perder impacto con el tiempo y hace que el menor acabe esperando que sus padres modulen su conducta
Manuela y Juan son amigos y tienen la misma edad, tres años. Juegan tranquilamente a las cocinitas, hasta que ella vuelve con sus padres al salón y dice que ahora le apetece estar sola. Juan no lo entiende, se frustra y, como si fuera un huracán, quita las pegatinas de la habitación de Manuela. La empuja, chilla y se enfada. Los padres intentan frenarle: nada. Hasta que la madre le grita y él pone los ojos como platos. Deciden marcharse: “Por tu culpa volvemos a casa”. Le castigan: “Hoy no habrá más juegos con piratas, ni vas a ver la película de Pocahontas”.
Gritar, castigar o c...
Manuela y Juan son amigos y tienen la misma edad, tres años. Juegan tranquilamente a las cocinitas, hasta que ella vuelve con sus padres al salón y dice que ahora le apetece estar sola. Juan no lo entiende, se frustra y, como si fuera un huracán, quita las pegatinas de la habitación de Manuela. La empuja, chilla y se enfada. Los padres intentan frenarle: nada. Hasta que la madre le grita y él pone los ojos como platos. Deciden marcharse: “Por tu culpa volvemos a casa”. Le castigan: “Hoy no habrá más juegos con piratas, ni vas a ver la película de Pocahontas”.
Gritar, castigar o chantajear pueden bloquear la mala conducta del menor en el momento. Las madres y padres recurren a ello por su alta efectividad, y también porque no saben o no disponen de otras estrategias y herramientas. Lorena García Vega es pedagoga y experta en neuroeducación, ha creado el proyecto Kukua Pedagogía —servicio psicopedagógico y de atención de familias que tienen como objetivo cultivar valores, emociones, aprendizajes y motivación para crecer— y es autora de Castigar no es educar (Esfera de los libros, 2020). García sostiene que, a largo plazo, las consecuencias de gritar, castigar o chantajear no solo no son efectivas, sino que, además, son negativas. El castigo suele perder impacto, por lo tanto hay que establecer progresivamente medidas más punitivas para que tenga efecto. Además, añade: “El menor actúa como sujeto pasivo de la situación, evita responsabilizarse de su propia conducta y espera a que el adulto controle y module su comportamiento por medio de premios y castigos”.
Para García, el castigo o el grito suele conllevar humillación y dolor, además repercute negativamente en el autoconcepto y en la autoestima del niño y la niña. Asegura que les descoloca y daña el vínculo de apego, puesto que interpretan que las personas a las que más quieren les causan malestar. Pueden desarrollar desconfianza y cierto rencor.
La psicóloga Ascen Castillo dirige el equipo de 14 psicólogas en Tu Refugio Psicología, gabinete de expertos especializados en ansiedad, relaciones, apego y trauma, y considera que gritar o castigar funciona, pero con matices: “Se paga un alto precio por ello, ya que les conlleva mucho sufrimiento”. A la larga se consigue que hagan caso a través del miedo y, asegura, que cada vez que se les castiga se les está diciendo: “No puedes confiar en que no vaya a hacerte daño o no te puedes equivocar sin que eso tenga consecuencias duras”.
Y, entonces, ¿cómo se gestionan las malas conductas?
La propuesta de Castillo para la gestión de una conducta incorrecta es optar por el diálogo cuando los niños pueden entender y hablar. Imaginemos que un menor no está recogiendo los juguetes: “Podemos ayudarle a entender las consecuencias a través del diálogo: ‘Si no los recoges se perderán o se romperán’. Y acompañarle a hacer esas cosas que queremos que haga: ‘Te ayuda mamá y lo recogemos juntos”. Para esta experta es primordial tratar de entender cómo se siente un niño y por qué no hace caso, así cómo devolverle la comprensión. Por ejemplo, en el caso anterior, se le puede decir: “Entiendo que recoger es un rollazo, a mamá tampoco le gusta, pero hay que hacerlo. O en el caso de Juan, decirle: ‘Es normal que te enfades si Manuela no quiere jugar, lo entendemos, pero hay que respetar su decisión”.
La pedagoga García asegura que los niños y niñas necesitan experimentar las consecuencias de sus actos y para ello es importante que el adulto los acompañe sin juzgar ni castigar: “Cuando hay un comportamiento poco o nada deseado, el adulto puede explicar la situación de forma objetiva, sin emitir juicios, pero favoreciendo que se vayan percatando de las consecuencias de sus actos incorrectos”. Además, la especialista señala que en función de la edad puede que no tengan desarrollada la empatía, por lo que será complicado que entiendan la situación y la envergadura de las consecuencias: “Por este motivo, en lugar de centrarnos en la culpa es preferible hacerlo en la solución, ayudándoles a que traten de reparar lo que su comportamiento ha ocasionado”.
La psicóloga Laura Morán Fernández trabaja en consulta estos temas y argumenta que si los niños aún no tienen la madurez para entender lo que se les dice, o para recapacitar sobre sus malas acciones, los adultos deben asumirlo. Considera que la responsabilidad de los padres es acompañarlos en el proceso y respetar cómo se sienten: “Si se enfadan porque ha llegado la hora de irse a la cama, decirles que se enfadan por una tontería sería cuestionar cómo se sienten y eso, sencillamente, no es adecuado porque las emociones se tienen igual”. Por eso, según explica, en situaciones como estas lo más útil es validarles y aceptar que los menores se puedan sentir mal, frustrados, decepcionados, en vez de intentar que no se sientan así.
Las rabietas, por ejemplo, son una de las formas en las que manifiestan su enfado. Morán señala que en ese momento no se puede dialogar ni negociar: “La activación fisiológica es tan alta y están tan desbordados por las emociones que no pueden prestar atención ni regularse fácilmente. Por eso es importante que nosotros no nos desesperemos ni añadamos más leña al fuego”. Para la profesional lo más adecuado es dejar espacio para que la emoción del enfado siga su curso: “Si las manifestaciones emocionales fuesen más violentas, entonces sí debemos intervenir para evitar que hagan daño”. Para la experta, en esos casos es muy útil sujetarles los brazos y buscar su mirada mientras les hablamos sin alzar la voz: “No se trata de zarandearles, sino de ser firmes y trasladarles el mensaje de que entendemos la emoción que están transitando”.
García añade que los menores están inmersos en un proceso de ensayo-error y necesitan espacio y tiempo para desarrollar habilidades. “Que el adulto les haga sentir mal (o peor) por haber hecho algo mal no es una solución; sin embargo, acompañarlos y hacerlos comprender las consecuencias sí favorece el aprendizaje y la toma de conciencia para que vayan actuando de otra manera”. La idea es que el niño, poco a poco, entienda las consecuencias de sus actos y se haga responsable de su comportamiento, así como también de cómo incide sobre los demás. “Si como madre permanezco calmada, ya tengo una gran parte hecha”, retoma Castillo. Y, sobre todo, la experta recomienda hacer ostentación de la popular frase “quiéreme cuando menos lo merezca porque será cuando más lo necesite”.
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