Walter Riso: “No podemos controlar lo incontrolable, pero sí crear un hogar seguro para los niños”
El psicólogo y escritor plantea en su último libro, ‘Más fuerte que la adversidad’, herramientas y consejos para superar el estrés, la ansiedad y el miedo que conlleva la pandemia
Según la última encuesta del CIS sobre las consecuencias psicológicas de la pandemia, el 68,6% de los españoles ha sentido “mucho o bastante miedo” ante la posible muerte de un ser querido. Un 52,2% de los encuestados con hijos o nietos menores de edad ha observado cambios en la personalidad de los niños, un 72,7 % considera que sus hijos o nietos han sufrido “cambios de humor”, un 78,6% “cambios en los hábitos de vida” y un 30,4% “cambios en el sueño”. El psicólogo y escritor Walter Riso acaba de publicar ...
Según la última encuesta del CIS sobre las consecuencias psicológicas de la pandemia, el 68,6% de los españoles ha sentido “mucho o bastante miedo” ante la posible muerte de un ser querido. Un 52,2% de los encuestados con hijos o nietos menores de edad ha observado cambios en la personalidad de los niños, un 72,7 % considera que sus hijos o nietos han sufrido “cambios de humor”, un 78,6% “cambios en los hábitos de vida” y un 30,4% “cambios en el sueño”. El psicólogo y escritor Walter Riso acaba de publicar Más fuerte que la adversidad (Editorial Planeta) como herramienta para afrontar la crisis actual, el estrés, la ansiedad y el miedo que padecen adultos y niños.
PREGUNTA. En una época como esta, ¿qué podemos hacer para aliviar la incertidumbre y el malestar emocional?
RESPUESTA. Cada terapeuta y cada autor proponen distintas soluciones, pero casi siempre coincidimos en lo mismo: las personas que tienen mayor apertura mental, más flexibilidad, son quienes saldrán reforzados de todo esto. La percepción de que somos vulnerables genera miedo y es normal. Martin Seligman expuso en los años sesenta la idea de “indefensión aprendida”, a partir de un estudio con perros a los que sometían a descargas eléctricas de forma aleatoria y llegaban a un punto de desesperanza en el que se resignaban. Sucede lo mismo con las personas: el estrés mantenido en el tiempo, la sensación de falta de control de las circunstancias nos puede llevar a una sensación de inseguridad, depresión o indefensión. Lo interesante del experimento de Seligman es que un 30% de aquellos perros no se rindió, eran “inmunes” a la desesperanza. De la misma forma encontramos a personas que salen fortalecidas e incluso se sorprenden de su fortaleza para superar situaciones límite.
P. ¿Cómo podemos enseñar a los niños a superar esas situaciones?
R. Está comprobado que quienes manejan una autoestima saludable, no narcisista, afrontarán mejor las dificultades. Y eso se aprende desde pequeños. Sentir que yo soy digno, que soy valioso, que puedo contar con mis padres, independientemente de lo que suceda. También es importante desarrollar el optimismo, una vida saludable, el autocuidado, mantener el contacto con otros seres humanos, sea en persona o virtualmente, adquirir ciertos compromisos, responsabilizarnos de nuestras tareas, y la autoeficacia: sentirme capaz de alcanzar pequeñas metas si me lo propongo. Todas esas herramientas son útiles y se pueden enseñar en casa.
P. ¿Cómo está afectando el confinamiento, el miedo al contagio, a la salud mental?
R. En toda posguerra, que podríamos asemejar a una pandemia, observaremos dos crisis: la económica y la de salud mental. No sé si causará traumas, quizá sí algunas disfunciones, pero lo veremos más en adultos que en niños. El cerebro de los niños es muy flexible y se compensa a sí mismo, y mientras tengan seguridad en casa pueden soportar cualquier cosa.
P. Pero hay familias que han perdido de forma traumática a seres queridos, el trabajo, la estabilidad económica. ¿Incluso en esos casos, los niños son inmunes?
R. Sí, incluso en las peores circunstancias. Existe un estudio muy interesante de los años cincuenta, realizado por Emmy Werner en una isla de Hawái. Analizó a cerca de 700 niños que habían nacido en los peores entornos posibles de pobreza, desnutrición, alcoholismo, desestructuración familiar… Durante 30 años se siguió la evolución de esos niños para comprobar cómo les había afectado ese tipo de problemas en su desarrollo. Resulta que un 30% de aquellos menores había salido indemne, ¿por qué? Porque en su infancia tenían, al menos, un adulto de referencia, fueran sus padres o no, con el que habían establecido un apego seguro, un vínculo emocional, un cariño incondicional. ¿Qué quiere decir esto? Que no podemos controlar lo incontrolable, pero sí podemos crear un hogar seguro para los niños, con amor incondicional. Que desde bebé, el niño debería poder predecir la conducta de sus padres, saber que su estado de ánimo es estable, que no van a dejar de quererle, que permanecerán de forma incondicional, pase lo que pase.
P. ¿Cómo funciona el cerebro de un niño para recuperarse con más facilidad?
R. Esta es una generación de nativos digitales que ve con naturalidad contactar con sus seres queridos por videoconferencia, que ya pasaban muchas horas delante de las pantallas, que vivían en familias nucleares con menos relación con la familia extensa que otras generaciones. Son una generación que se va a levantar de otra forma, pero también son los que más van a valorar la expresión facial. Ellos están aprendiendo que lo más importante para comunicarnos no verbalmente son los músculos de la boca, la sonrisa, y los maestros en comunicarse con la mirada van a ser ellos.
P. En su libro señala que la pandemia ha disparado las rupturas de pareja, ¿no estábamos preparados para convivir tanto tiempo juntos?
R. No es que hayamos pasado tanto tiempo juntos, sino ocupando un mismo espacio, pequeño, y de forma obligada. En realidad seguimos confinados porque la libertad está restringida y nuestra mente lo concibe como un semi confinamiento. En los meses que pasamos recluidos observamos muchas rupturas de parejas e inestabilidad en casa, porque hasta entonces eran “familias de fin de semana”. Las relaciones que estaban mal, que se autoengañaban, se encontraron cara a cara, sin poder escapar ni evitarlo. Y las parejas que estaban bien salieron fortalecidas: fue como un crecimiento postraumático, porque aprendieron a estar juntos en la lucha. En consulta recuerdo una mujer que me explicaba: “He descubierto que mi marido tiene un cociente intelectual más escaso del que yo esperaba”. Y hombres que no entendían qué les había enamorado de su mujer. Cuando se paró el mundo, todos estábamos en el proceso como locos en una colmena, pero después fue aún peor porque la mirada cambió, hacia nosotros mismos, y hacia los otros.
P. ¿Y cómo ha afectado a las familias, a la relación entre padres e hijos?
R. Para mucha gente con niños pequeños y preadolescentes fue más difícil manejar a los hijos en un espacio cerrado, que el mismo problema del virus. Además del estrés sostenido que implica toda esta situación tan larga, tenían un estrés particular: “¿Qué hago con ellos, cómo compagino con el teletrabajo, la casa? Me agotan, me cansan, no puedo ser una mala mamá o mal papá…” Vi muchos casos de lucha interna entre la culpa y el amor, muchas personas acudían a consulta por eso, pero es un proceso de adaptación.
P. Siguen sucediéndose botellones y fiestas clandestinas: ¿estamos ante la generación adolescente con menos autocontrol?
R. Esto nos lleva a que los adolescentes, o el ser humano en general, se mueve por el principio del placer, que activa el sistema de recompensa interior y puede actuar como una droga. Si a eso le sumas cierta irresponsabilidad, un individualismo extremo… pues sí, nos encontraremos con algunos jóvenes, no todos, de fiesta en plena pandemia. Salen por el principio del placer, no evalúan las consecuencias ni empatizan con los sanitarios o personas de riesgo. No creo que sea solo un problema de irresponsabilidad, sino una cuestión ética, un problema moral. El autocontrol se debería aprender en casa. Por definición es una lucha contra el principio del placer y nace de las normas, de ciertas reglas, que se deberían enseñar desde la infancia. Consiste precisamente en internalizar y hacer propias las reglas externas, y aquí no tiene tanto que ver las variables genéticas como el ambiente, el aprendizaje, desde pequeños.
P. ¿Cómo podemos diferenciar una tristeza normal en los niños, o en nosotros, de una depresión?
R. La tristeza cumple una función filogenética, lentifica todo tu software mental, para que puedas analizar la pérdida, buscar soluciones; aparece una expresión social, que es impactante para el otro y le envía información: “Ayúdenme”. Puede durar entre 15 y 20 días: “Hola, tristeza, vienes para ayudarme, vale, te meto en el bolsillo 15 días”. En cambio, en la depresión no hay función filogenética, la desesperanza aprendida es una enfermedad heterogénea que afecta a muchas áreas. La persona triste tiende a estar en sociedad, a buscar el apoyo del otro; la persona deprimida se aísla. Puede ser de remisión espontánea, pero a veces se estanca. Mi recomendación sería crear un ambiente motivacional, microclimas de alegría, hablar con seres queridos, escribir lo que nos preocupa, autoevaluarnos sin pesimismo ni optimismo extremos. Y pedir ayuda profesional cuando pasen las semanas y no recuperemos las fuerzas para levantarnos por las mañanas, o pensamos que la vida no tiene sentido.
P. ¿Cree que después de esta experiencia aprenderemos la lección y viviremos más despacio o volveremos al ritmo frenético de siempre?
R. No creo que esta pandemia nos haga mejores ni peores, pero sí que nuestra percepción del tiempo no va a ser la misma; en eso vamos a cambiar. Quizá entremos en una etapa en la que rescatemos la lentitud y empecemos a rebelarnos contra la falta de tiempo para nosotros mismos y nuestras familias. La percepción de vulnerabilidad también nos hará cambiar, porque hasta ahora nos habíamos esforzado en “aprender a vivir” e ignorar la muerte como un tema tabú. Quizá el enfoque a partir de ahora sea el “arte de saber morir”, para tener menos miedo a lo que venga.
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