El discurso sobre el estado de la Unión en Estados Unidos, o el gran teatro del mundo (político)
En su última comparecencia del mandato ante el Congreso, Biden ha aprovechado para abrir la nueva fase de campaña
El discurso sobre el estado de la Unión, en el que el presidente expone sus prioridades, es, de siempre, el gran acontecimiento en el año legislativo de Estados Unidos. Y una gran representación de espectáculo político. Una representación con sus momentos trágicos ―las lágrimas de la congresista de origen palestino Rashida Tlaib en los pasajes sobre Gaza―, personajes casi cómicos ―aparecía por allí el excongresista George Santos, expulsado por mentiroso hace unos meses―, y frases más o m...
El discurso sobre el estado de la Unión, en el que el presidente expone sus prioridades, es, de siempre, el gran acontecimiento en el año legislativo de Estados Unidos. Y una gran representación de espectáculo político. Una representación con sus momentos trágicos ―las lágrimas de la congresista de origen palestino Rashida Tlaib en los pasajes sobre Gaza―, personajes casi cómicos ―aparecía por allí el excongresista George Santos, expulsado por mentiroso hace unos meses―, y frases más o menos memorables. Una representación en la que es seguro que siempre, pase lo que pase, la mitad del público aplaudirá entregado en cada párrafo. Y la otra mitad, en el mejor de los casos, mantendrá un frío silencio. Eso, si no deja escapar algún abucheo. O varios.
La tragedia en la representación de este año era, sin duda, la ofensiva sobre Gaza. Una guerra en la que han muerto más de 30.000 personas y a la que Joe Biden dedicó el grueso del segmento sobre política exterior de su discurso, para reclamar a Israel más ayuda humanitaria para la Franja. En los escaños, un grupo de congresistas del ala progresista demócrata, entre ellas Tlaib, se habían vestido de negro y lucían la kufiya, el pañuelo palestino, para reclamar un alto el fuego permanente. En el exterior del Capitolio, un grupo de manifestantes había intentado acercarse a la caravana en la que llegaba el mandatario.
Cada parte cumplió su papel. Tras Biden, como las máscaras de las tragedias griegas, la vicepresidenta, Kamala Harris, sonreía y hacía gestos de aprobación a cada frase; el presidente de la Cámara de Representantes, el republicano Mike Johnson, negaba por su parte a cada momento con la cabeza. La bancada demócrata aplaudía con entusiasmo, a veces con gritos de júbilo ―”¡cuatro años más, cuatro años más!”, en referencia a la carrera por la reelección del presidente―. En esta mitad del hemiciclo, la derecha del presidente de la Cámara en la que por tradición se sientan los demócratas, la mayor parte de las diputadas había optado por vestirse de blanco, el color que lucen en cada uno de estos discursos desde 2019 como gesto de apoyo a los derechos de la mujer ―el blanco era el color de las sufragistas que reclamaban el derecho femenino al voto a principios del siglo XX― y los reproductivos.
En la bancada republicana, Johnson había pedido “decoro” a los suyos, tras las últimas ediciones del estado de la Unión, en las que volaron los insultos y los abucheos. Algunas diputadas del ala más radical ya habían anunciado que no pensaban hacerle caso. Cumplieron su palabra. La diputada Marjorie Taylor-Greene, ardiente trumpista, con la gorra roja que identifica a los simpatizantes del expresidente, interrumpió en varias ocasiones.
Pero el personaje principal, por supuesto, era Biden. A su último discurso sobre el estado de la Unión de este mandato ―o de su vida si no queda reelegido en las elecciones de noviembre―, el presidente llegó como los actores veteranos, envuelto en las ovaciones de su partido y deteniéndose a saborear cada aplauso, a saludar a cada cara amiga, en un lento camino hacia el estrado.
Una vez allí, interpretó un papel muy distinto al del año pasado. En su discurso de 2023, había tratado de reiterar el mensaje con el que llegó a la Casa Blanca. Presentarse como un político conciliador, dispuesto a tender puentes y colaborar con la oposición para curar las divisiones abiertas, o agravadas, durante el mandato de su predecesor, Donald Trump.
Esta vez, el tono era muy distinto. En un año electoral, y en el que las encuestas le sitúan por detrás de su oponente en casi todos los asuntos, desde la inmigración a la economía, Biden renunció a dirigirse a los republicanos. El suyo fue un discurso combativo, de campaña, su primer gran mitin después de que el Supermartes, la cita electoral en 15 estados de hace dos días, dejara claro que en noviembre se repetirá su enfrentamiento contra Trump de hace cuatro años.
Tras haber declinado otras oportunidades previas para dirigirse a una gran audiencia de votantes ―no aceptó la tradicional entrevista televisada al presidente que se emite durante la Super Bowl, la final del campeonato de fútbol americano, el evento deportivo más visto del mundo―, ésta era una ocasión de oro para presentar su programa electoral directamente a decenas de miles de votantes. De qué dijera, y de cómo lo dijera, podía depender la impresión que le quede a muchos electores independientes, ese bloque fundamental para inclinar la balanza electoral dentro de ocho meses.
Y se esforzó en dirigirse al público más joven con propuestas sobre el coste de la vivienda, los préstamos para estudios o el cambio climático. Evocó los acontecimientos del 6 de enero de 2021, cuando una turba de partidarios de Trump asaltó el Capitolio para tratar de impedir que el Congreso certificara la victoria de Biden en las elecciones de 2020, para presentar los comicios de noviembre como una disyuntiva entre la defensa de la democracia y el caos dictatorial.
Si su principal problema entre los votantes es su avanzada edad, quiso bromear con sus años. “La cuestión no es lo viejos que seamos, sino lo antiguas que sean nuestras ideas”, apuntaba. También buscaba proyectar una imagen de vigor, de líder en plenas facultades de mando. Cometió algún lapsus, tosió varias veces, pero mantuvo un tono de voz firme y respondió con firmeza a los gritos de crítica que llegaban del lado republicano.
Y en ese momento cometió un desliz que ha desatado la furia de los grupos y organizaciones progresistas y que puede perseguirle en su campaña. Hablaba de inmigración, y recordaba que el Partido Republicano tumbó el mes pasado la ley de reforma consensuada con los demócratas tras cuatro meses de delicadas negociaciones. Taylor-Greene, ardiente trumpista, le increpaba desde su escaño: “¡Es sobre Laken Riley!”, la joven estudiante asesinada presuntamente por un inmigrante irregular. Biden, en un comentario fuera de guion, se refirió al sospechoso como inmigrante ‘ilegal”.
Quedaba poco discurso por delante. Biden concluyó con un mensaje de futuro: “Creo en ustedes, el pueblo estadounidense. Son la razón de que sea más optimista que nunca sobre el porvenir. ¡Construyamos ese porvenir juntos!”.
Y el presidente se marchó como había venido. Rodeado de aplausos, demorándose en el camino, saludando a unos y otros mientras se apagaban las luces en la sala plenaria. Saboreando su momento de gloria. Como los viejos actores.
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