Viaje a los lugares que forjaron a Biden
EL PAÍS recorre Wilmington (Delaware), donde el presidente electo vive desde la infancia y que escribe su carrera personal y política
El liderazgo de Joe Biden empieza en una piscina, como el escenario del cuento de John Cheever. Primeros años sesenta, un recoleto parque de Wilmington (Delaware) y una alberca con un cobertizo de madera como toda instalación. Un socorrista rubio, espigado, “que se parecía a Elvis, por nombrar a un guapo de la época”, para amainar a los chavales del barrio. Un blanquito d...
El liderazgo de Joe Biden empieza en una piscina, como el escenario del cuento de John Cheever. Primeros años sesenta, un recoleto parque de Wilmington (Delaware) y una alberca con un cobertizo de madera como toda instalación. Un socorrista rubio, espigado, “que se parecía a Elvis, por nombrar a un guapo de la época”, para amainar a los chavales del barrio. Un blanquito de clase media encargado de meter en vereda a chicos negros de distintas bandas, conflictivos a su modo y manera.
“Este era un barrio blanco hasta que en 1959 empezamos a llegar nosotros; los blancos, casi todos irlandeses, se marcharon a las afueras, pero Joe se quedó. Tenía 19 años, tres o cuatro más que nosotros, pero no nos pasaba ni una”, recuerda junto a la pileta vacía en un hermoso día de otoño Ricky Mouse Smith, uno de aquellos gamberros, que al crecer se convirtió en líder de la lucha por los derechos civiles y miembro de honor de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP, en sus siglas en inglés).
“Y sobre todo amigo de Joe”, subraya orgulloso, “porque al final nos hicimos amigos. Pero en la piscina estaba siempre pendiente de que no nos tiráramos por donde cubría; de evitar aguadillas, peleas, carreras, las típicas broncas de muchachos… Lo conseguía no por imposición, sino a través de la persuasión, aunque a veces nos caía una buena. Era, y es, una persona especial”.
A instancias de Mouse, que comprueba la temperatura de sus interlocutores con un termómetro antes de la charla, la piscina fue rebautizada en 2017 como Centro Acuático Joseph R. Biden Jr., una de las instalaciones de la ciudad que llevan su nombre junto con la estación de tren, desde donde viajaba a diario a Washington (150 kilómetros, hora y media), para regresar por la noche, cuando era senador. Son los hitos de una cartografía sentimental formada por lugares, pero sobre todo por personas, y también por ausencias: el recuerdo y la pérdida de su hijo Beau, su tumba en una localidad de las afueras.
Pero mejor sigamos el orden cronológico, la evolución desde la juventud despreocupada a la madurez colmada de logros y quebrantos del 46º presidente de Estados Unidos. De ese recorrido ha sido testigo Mouse a lo largo de una relación prácticamente ininterrumpida durante 60 años, ni siquiera por las responsabilidades que el demócrata fue asumiendo; hay fotos suyas con él en distintos momentos en el poder, incluso una de los dos junto a la que fuera secretaria de Estado Madeleine Albright. “Me llamó tres semanas antes de las elecciones para discutir el borrador de un comunicado dirigido específicamente a la comunidad afroamericana. Ha recorrido todos los barrios negros, nos conoce. Somos nosotros los que le hemos llevado en volandas a la Casa Blanca”, dice Mouse, y los datos le dan en parte la razón: Biden recibió en las urnas el respaldo del 87% de la población afroamericana. Por eso tuvo un guiño para ellos en el discurso de aceptación de la victoria (“siempre habéis tenido mi apoyo, y yo el vuestro”), el sábado.
Ricky Mouse Smith asume que no es objetivo, que exagera tal vez la implicación de Biden con los suyos (algunas voces críticas en Delaware creen que se ha sobredimensionado por cálculo electoral), pero se explaya sobre las cualidades personales del presidente electo. “Es una de las mejores personas que he conocido, alguien que se preocupa, si puede hacer algo por ti lo hace, a nosotros nos ayudó como senador con gestiones escolares, legales… y estoy convencido de que hará igual desde la presidencia: hablar con la gente, y escucharla; ser honesto con ella, hacer lo que pueda por todos, sean blancos, negros, le hayan votado o no…”, añade Mouse, que resume en tres palabras los mimbres de los que, a su juicio, está hecho el político: “Familia, amistad, respeto”.
“Aquí fue donde todo empezó”, dice a modo de colofón, antes de desaparecer en su automóvil por las tranquilas calles de un barrio donde aún pueden verse numerosos carteles del tándem Biden-Harris. No es el único testimonio gráfico de su presencia en la ciudad, y de hecho los hay más antiguos, como la mesa que tiene dedicada desde que era senador en la cafetería Angelo’s Luncheonette, con fotos y orlas, coronada ahora por la guinda de la presidencia. El mito Elvis reaparece en las paredes del establecimiento, en fotos y neones y carteles metálicos, pero incluso el rey del rock palidece ante la fama poderosa de Biden.
“Es uno de los nuestros, toda la familia ha sido clienta siempre, hemos visto crecer a sus hijos, incluso a sus nietos”, explica August Muzzi, dueño del Angelo’s, un local abierto hace 53 años “en un vecindario muy establecido donde todo el mundo se conoce”. El presidente electo no ha vuelto por la cafetería desde que en 2009 ocupó la vicepresidencia con Barack Obama, “por razones de seguridad obvias, porque este sitio es muy pequeño”, pero sus hijos y sus nietos no perdonaban el sándwich de los sábados. “Beau y Hunter no faltaban nunca. Y Beau, que era un ser maravilloso, vino incluso a despedirse cuando, siendo fiscal general [de Delaware], decidió irse un año a Irak como voluntario. Me lo había prometido y así lo hizo”, explica Muzzi, todo nervio y trajín sobre la plancha.
En la barra del Angelo’s un cliente corrobora sus palabras. “No podemos decir que tengamos mucho trato, sobre todo desde que se convirtió en vicepresidente, pero sí que he asistido a la progresión natural de su vida, que es también de alguna manera la mía. Nací en el 42, como él, he visto crecer a sus hijos, luego conocido a sus novias, más tarde a los nietos”, cuenta Ober, remiso a manifestar su opinión sobre la elección presidencial. “Él ahora ha entrado en otra dimensión. No me meto en política, solo diré que la gente se ha pronunciado en las urnas”.
Tampoco ven a Biden desde hace años en Gianni’s Pizza, un popular negocio de comida rápida de la ciudad. “No teníamos mucho trato, era correcto y educado, llegaba, pedía y esperaba a que le sirviera la camarera, nada más”, relata el napolitano Giovanni Esposito, llegado a EE UU en 1997; las numerosas bufandas de tifoso del Nápoles atestiguan que aún no ha cortado el cordón umbilical con su tierra. “Venía mucho cuando era senador y luego dejó de venir. Pero cuando lanzó la campaña a la presidencia volvió rodeado de un enjambre de cámaras, casi no entraban en el local, y yo le dije: ‘Le deseo toda la buona fortuna, vicepresidente; desde aquí a la Casa Blanca’. Y ahí le tenemos, qué cosas”, recuerda Esposito sobre el venturoso brindis. El pizzero, pragmático, no alberga expectativas sobre su presidencia: “No estoy ni contento ni disgustado, estoy ansioso, expectante… me fio de él pero no tanto de algunos de sus colaboradores, y temo sobre todo que cierre el país por el virus. Sería la ruina definitiva para pequeños negocios como este”.
Sobre la lápida que marca la tumba de Beau Biden, en el cementerio católico de San José de Brandywine, a pocos kilómetros de Wilmington, también hay comida; alguien ha dejado un pretzel, un panecillo salado en forma de lazo. Se ven carteles de la campaña electoral, un par de mascarillas con los colores demócratas, velas, una foto de padre e hijo y flores, muchas flores, como una frondosa ofrenda de la victoria; la familia Biden la ha visitado la víspera, tras ir a misa en la iglesia adyacente. Dos globos metálicos dan las gracias al difunto “por todo lo que hiciste”, y en el papel de seda que envuelve uno de los ramos alguien ha escrito: “¡Lo consiguió! ¡Tu padre lo logró!”. Si hay un lugar en Wilmington al que el presidente electo se siente vinculado, es la tumba de su idolatrado Joseph Beau Robinette Biden III, “padre, marido, hermano, hijo”, reza la lápida, muerto en 2015 de un tumor cerebral y principal impulsor de la candidatura presidencial de su padre.
No lejos, en el mismo camposanto, que un lunes de noviembre reluce bajo el sol de otoño ajeno a la ruidosa intersección de carreteras que lo engulle, están enterrados sus padres y su primera esposa, Neilia, y su hija Naomi, hermana de Beau y de Hunter, el taimado conseguidor de favores en Ucrania según las acusaciones de Trump, que desestimó la justicia. Dicen que todos los 18 de diciembre, fecha de la muerte de aquellas a consecuencia de un accidente de tráfico, Biden no trabaja en señal de duelo. Pero la tumba de Beau es un ritornello, el lugar al que siempre vuelve en momentos vitales: el día de las elecciones; pocas horas después de proclamar su victoria en un acto a cuyo cierre sonó la canción de Coldplay Sky Full of Stars, la favorita del hijo perdido.
Porque Biden es el hombre más afortunado y poderoso de la tierra y también el más desdichado, un católico sentimental perseguido por la desgracia, a la manera de un Kennedy, incluso también por la sombra insondable del incesto, como en una tragedia griega: a los dos años de la muerte de Beau su viuda inició un romance con su cuñado Hunter. Por eso al amparo de victorias o derrotas siempre tendrá un lugar al que volver, la pradera apacible, pese al fragor del asfalto, de la necrópolis de San José, donde el apellido Biden está cincelado en piedra.
Suscríbase aquí a la newsletter sobre las elecciones en Estados Unidos