¿Una realidad paralela?
El desconcierto de lo que sucede con los resultados de las elecciones no pertenece solo a los estadounidenses: implica a todo Occidente, a la conciencia de lo que somos e incluso a nuestra supervivencia
¿Recuerdan 2016? Hablábamos entonces, con algo de pánico escénico, de la ruptura con la democracia liberal que atisbábamos tras las cada vez más evidentes grietas del sistema. A las turbulencias de aquel tiempo electoral, y al fracaso de Hillary Clinton, se sumaron el Brexit y la casi victoria de Le Pen, un pequeño respiro que detuvo un poco lo que hubiera sido, según explicaba Anne Applebaum, la transformación de Occidente tal y como lo habíamos conocido hasta la fecha. Cuatro años después, ...
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¿Recuerdan 2016? Hablábamos entonces, con algo de pánico escénico, de la ruptura con la democracia liberal que atisbábamos tras las cada vez más evidentes grietas del sistema. A las turbulencias de aquel tiempo electoral, y al fracaso de Hillary Clinton, se sumaron el Brexit y la casi victoria de Le Pen, un pequeño respiro que detuvo un poco lo que hubiera sido, según explicaba Anne Applebaum, la transformación de Occidente tal y como lo habíamos conocido hasta la fecha. Cuatro años después, Estados Unidos parece estar dilucidando si quiere o no continuar siendo una democracia. El carácter singular de estos extraños comicios es, de hecho, ese sentido de límite, y no solo para la democracia estadounidense, sino también para aquellas que, de una u otra forma, se ven afectadas irremediablemente por su irradiación. En eso, la todavía primera potencia del globo sí parece mantener su hegemonía.
A pesar de la excepcionalidad de estas elecciones, la extrema polarización de EE UU confirma algo que forma parte de la esencia de la democracia más vieja del mundo: su historia no es la historia de un país libre, sino la de un país que lucha por su libertad. Es la tradición de Jefferson, de Lucy Stone, de Martin Luther King: el país de los derechos civiles, de las instituciones, del respeto sagrado a la Constitución y a la democracia. Enfrente está Trump y su decidido empeño en fomentar los spoil sports. Son los Estados Unidos que solo acepta las reglas del juego si le benefician, la que no cree en el sistema y, en el fondo, considera el juego limpio como una absurda debilidad. Con la denuncia de un inverosímil fraude electoral y su intención de acudir a la Corte Suprema, el magnate se confirma como el demagogo ejemplar, un anti-Pericles que encarna la contradicción manifiesta de quienes creen que el poder de los cuerpos intermedios (eso que llamamos instituciones) coartan la legitimidad del líder como encarnación directa del pueblo soberano, mientras no muestra empacho alguno en usar la legitimidad democrática de esas mismas instituciones para intentar atornillarse en el poder. Todos, incluidos sus seguidores, sabemos que si la Corte Suprema no le da la razón, Trump no dudará en deslegitimarla. Él mismo nos lo ha advertido: es, sobre todas las cosas, un sore loser, un mal perdedor.
Hay, no obstante, un discurso esperanzador en esta jornada posterior a una elección tan trascendente, una retórica valiente y pausada que habla de amabilidad, de paciencia, de esperar lo mejor. Porque también es tiempo de confiar en esa tradición estadounidense que aún cree en la Constitución como nexo unificador, un país que no es el de las banderas, el de las armas, el de los símbolos instrumentalizados para dividir. Porque nunca antes fue tan esencial el respeto a las instituciones y a la Constitución. Olvidamos que la desintegración social que viene de la mano de la polarización procede de la ruptura del sentimiento de pertenencia, de ese trabajar juntos por un proyecto compartido, algo que ya no ofrecen ni la lengua, ni las identidades, ni el uso caprichoso que hacemos de los símbolos. Solo el respeto a un marco de juego compartido puede evitar el deterioro de la convivencia y, con él, de la democracia misma, más aún en este momento pandémico en el que el aislamiento desdibuja nuestros espacios públicos, pero también el refugio privado, sacándonos abruptamente de la experiencia de pertenecer, no ya a alguna realidad paralela, sino a la realidad misma.
Porque más allá de lo que finalmente pase con la presidencia, hay muchos elementos sobre los que habrá que reflexionar, pues el desconcierto de lo que está sucediendo con los resultados no pertenece solo a los estadounidenses: implica a todo Occidente, a la conciencia de lo que somos e, incluso, a nuestra supervivencia. La dramática falta del sentido de realidad es algo sobre lo que debemos seguir pensando para explicar por qué hemos vuelto a subestimar a Trump, no solo en las encuestas, sino en nuestros malditos sesgos cognitivos. ¿Será verdad, como dice J. Gray, que la polarización no crea una realidad paralela sino dos realidades igualmente fantasiosas? De la misma forma que una atmósfera de irrealidad ha permitido el surgimiento de fenómenos que resultan incomprensibles al raciocinio de otras épocas, parece que estamos condenados a no percibirlos hasta que ya es demasiado tarde. Quizás sea porque estamos demasiado pendientes en señalar las miserias de la otra tribu, mientras nos resguardamos, acurrucados, al falso calor de la nuestra.
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